Raro es el día que un tuit, una conversación o un comentario en televisión no reabre el debate sobre los límites del humor, que en realidad jamás ha estado ni estará cerrado. Este debate, como todos, suele polarizarse entre dos posiciones extremas. De un lado, quienes piensan que este debate carece de sentido y que se puede hacer bromas de todo. En este grupo no faltan quienes alzan la bandera de la libertad de expresión y de lo políticamente incorrecto para poder seguir expresando sus prejuicios y sus gracietas machistas, por ejemplo, sin ser criticados por nadie. De otro lado, los que defienden que no se puede bromear con algo que ofensa a los demás, lo cual, llevado al extremo, acabaría con el humor, porque la sensibilidad de cada cual es diferente y lo que para alguien es sagrado, para otra persona puede ser objetivo de sátira o burla. Tampoco faltan en este grupo quienes, cuando afirman que se debe tener cuidado a la hora de ofender a los demás, en realidad lo que están diciendo es que no quiere ni una broma sobre aquello que para ellos es importante, pero son mucho más compresivos cuando son otras sensibilidades las que se hieren con los chistes. No es un debate sencillo, porque las fronteras no podrían ser más difusas.
Lo que está claro es que entre ambas posturas enfrentadas hay un amplio espacio para el debate en el que entra con inteligencia Jordi Casanovas, director de la obra Mala broma, que se interpreta estos días en la Sala Muntaner de Barcelona. Sale uno del teatro convencido de que ha visto algo importante sobre las tablas, una función que le ha hecho pensar, porque para eso también (o sobre todo) está el teatro. Parta de la postura que parta, ningún espectador saldrá indiferente de esta obra divertida y valiente. Ninguno habrá dejado de replantarse sus posiciones, porque el director acierta al llevar la historia hasta el borde mismo del precipicio. Sin medias tintas. Sin miedo. Con osadía e inteligencia. Todos los espectadores saldrán de la Sala Muntaner pensando, lo cual es muchísimo, lo mejor que se puede decir de una obra. Mala broma consigue casi la cuadratura del círculo. Por momentos divertida, angustiosa a veces, a ratos hilarante, siempre profunda y atrevida. Enumerar los muchos aspectos que toca la función sería ya una especie de spoiler y es importante acudir a la obra con la menor información posible.
La historia es aparentemente sencilla. Dos viejos amigos que hacían un programa de humos sin límites en la facultad de periodismo se reencuentran después de mucho tiempo. Uno de ellos, interpretado por Òscar Muñoz, es un periodista quemado por la deriva que ha tomado su periódico. El otro, a quien da vida Ernest Villegas, un exitoso humorista que presenta un programa exitoso en televisión, pero que tampoco está pasando por su mejor momento, en parte, porque un trol le hace la vida imposible en las redes sociales. Ambos charlan sobre el camino que han seguido sus vidas y sobre los límites del humor. El primero le reprocha al segundo que se ha acomodado, que se autocensura, que no hace el mismo humor libérrimo y sin concesiones del pasado. Esta charla da lugar a una apuesta entre ambos, como los viejos tiempos. ¿Será capaz el adalid del humor sobre cualquier cosa de gastarle una broma de mal gusto a su mujer (Anna Sahun), una broma sobre algo intocable para ella?
Entra entonces la obra en una fase llena de tensión, en la que el director maneja con astucia, habilidad y osadía la trama. Y entra hasta el fondo. Hay un momento de la función en la que uno de los actores grita "basta, basta", temeroso de que la broma vaya más y más lejos. Y es un poco lo que sienten los espectadores. Porque entra en un terreno arriesgado la función, del que ya no escapa hasta el final. Decía Pla cuando le preguntaban su hablaba en serio o en broma que si acaso existía alguna diferencia entre ambas cosas. Algo así considera uno de los personajes de Mala broma, al que se lleva al límite, igual que al resto. El director no hace eso tan de mal gusto de tomar partida por ninguna de las posturas defendidas en las tablas. Da voz a todas. Y hay argumentos razonables por parte de todos. Cada espectador se llevará una conclusión diferente de la obra. Buena prueba de ello es que, en varios momentos de la función, hay espectadores que ríen a carcajadas, mientras se siente cómo otros se remueven en su asiento.
Un guión preciso, con no pocos giros a lo largo de la función, unos diálogos inteligentes y ágiles, y unas interpretaciones notables de los tres protagonistas redondean una obra excepcional, que ojalá dé el salto a Madrid y a otras ciudades, como ya han hecho otras creaciones de Casanovas, dirigida en este caso por Marc Angelet. Mala broma es, sobre todo, un recordatorio de que el teatro es capaz de hacer cosas importantes, de tomar el pulso a la sociedad y entrar hasta el fondo en debates candentes.
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