Cinco días en Marruecos

El tiempo transcurre a otro ritmo en los viajes, que además empiezan a disfrutarse con los preparativos mucho antes de su comienzo y que siempre se conservan en la memoria una vez terminados. Por eso, los viajes viven en el recuerdo mucho más de lo que duran y nunca acaban del todo, aunque hayan concluido. Empiezo a escribir estas líneas en Tighdouine, un precioso pueblo marroquí, extasiado por la belleza que me rodea, fascinado por tantos contrastes, después de dormir una noche en el desierto, en Zagora, y antes de regresar a la caótica Marrakech, donde todo había comenzado unos días antes, ciudad especial, en la que no descubrí exactamente nada de lo que me habían contado, porque es una de esas ciudades que a cada cual enamora por una razón. 


Tiene Marrakech no pocos motivos para resultar antipática para el turista en un primer momento, como su bullicio constante, su caos circulatorio o el regateo constante en restaurantes y comercios. Y sin embargo cautiva. Su caos atrapa en vez de echar para atrás, atrae en vez de repeler. Tantos colores, tantos olores, tantos sonidos distintos. Todo en esta ciudad es tan diferente que uno no puede más que caer rendido a sus pies. Este viaje ha sido una experiencia formidable por los contrastes con el día a día de una persona occidental en una gran ciudad europea, pero también por los propios contrastes de los distintos destinos de nuestra ruta. Y Marrakech no se salva de esos contrastes, porque los encierra casi todos: del bullicio maravilloso y atronador de la plaza de Yamaa el Fna a la paz del Jardín Majorelle, que rescató de un proyecto inmobiliario Yves Saint Laurent, que se ha convertido ahora en una celebración de la belleza y el amor. 

La propia Plaza de Yamaa el Fna guarda también contrastes, pues parece otro espacio y otra ciudad, otro mundo, si se visita a primera hora de la mañana o por la noche, en la que hay una explosión de sonidos y una agitación incesante. Además de sus tiendas con toda clase de obras de cerámica y ropa, Marrakech ofrece otros espacios más tranquilos, como el Palacio Bahía o el Palacio El Badi, del siglo XVI, del que se conserva la muralla y unos naranjos plantados en una zanja, en desnivel respecto a la explanada que se visita. Otro de esos espacios idílicos, alejados del mundanal ruido, es el Hotel Mamounia, el más lujoso de la ciudad, donde el té (bebida presente en todas partes) es más bien caro, pero que merece una visita por su belleza. 

En Marrakech tarda poco el turista en percatarse de que hay que andar con mil ojos en todos los comercios, que el regateo es norma, que más vale pactar los precios con los taxistas antes de empezar la ruta, que conviene especificar las raciones exactas que uno va a comer, que las palabras "amigo", "Real Madrid" o "Barcelona" están en la boca de todos los comerciantes de la ciudad en cuanto escuchan a alguien hablar español. El regateo constante puede ser algo agobiante, pero sin duda no resta encanto a esta ciudad tan diferente, tan llena de contrastes, tan especial. Uno se despide de Marrakech con la convicción de que antes o después volverá

Marrakech fue punto de comienzo y de final de un viaje en la mejor compañía, en el que tuvimos la suerte de viajar con alguien que conocía ya bien Marruecos, y junto a un conductor local que nos acompañó en todo momento. Atravesamos el Atlas, inmensa e imponente cordillera montañosa, cubierta de nieve en sus cumbres, ante un paisaje excepcional que impedía (no a todos) echar una cabezadita en el trayecto en coche. Llegamos a Ait Ben Haddou, una ciudad fortificada en la que se han rodado películas, como Lawrence de Arabia, Jesús de Nazaret o más recientemente algunas escenas de  la serie Juego de Tronos. 

La ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se divide en dos partes, la nueva, donde vive la mayoría de sus habitantes, y la antigua, la parte fortificada, el ksar, que es la más bella, desde la que hay unas vistas impresionantes, y donde un guía nos dijo, cuando le metimos algo de prisa porque queríamos llegar pronto a Zagora, que "la prisa mata". Él nos enseñó la bandera bereber, que representa con sus tres colores el azul del mar y el cielo, el verde de la tierra y el amarillo del desierto. En medio, su letra Z, que simboliza la libertad. También allí nos enseñó el guía las peculiares cerraduras de los bereberes, que tienen distintos dientes de madera, tantos como personas viven en la casa. Cuando alguien muere, se retira uno de esos dientes. Cuantas más personas habitan en el hogar, mayor es su seguridad y fortaleza. 

Desde allí marchamos a Zagora, que es la puerta del desierto, cuyas dunas no son comparables a las de otras partes del país, mucho más al sur, más lejos de Marrakech. De Zagora nos dijo este guía que era algo así como un desierto de Coca-Cola, que es más abajo donde se encuentra el desierto más auténtico, el que de verdad ofrece una alfombra de arena y dunas y un cielo de estrellas. Lo dejamos para una próxima ocasión, aunque sin duda la primera toma de contacto con el desierto fue excepcional. Llegamos a Zagora ya de noche, con las primeras estrellas apareciendo en el cielo. Allí nos esperan los camellos, que una hora y cuarto después nos dejarán en nuestro destino, unas jaimas en mitad del desierto, con una sensación de libertad y de lejanía del mundo indescriptible y maravillosa, incluso aunque lo de darse una ducha con agua caliente parecía complicarse por momentos. 

Tras la cena, disfrutamos de uno de los mejores momentos del viaje, cuando encendieron una hoguera y, bajo las estrellas, ya en todo su esplendor, comenzaron a tocar con sus canciones. Primero, temas tradicionales de allí. Después, cuando ya sólo quedábamos españoles, argentinos y peruanos, claro, canciones latinas. Sonó un poco de todo, destrozamos canciones de Sabina, rancheras clásicas, temas más modernos. Fue muy divertido. Como nos contó uno de los bereberes del campo, esa noche sería única y mágica, como todas en el desierto, porque ninguna es igual que otra. Y así lo sentimos, constatando una vez más la riqueza de compartir idioma con tantos millones de personas, charlando con los turistas argentinos y peruanos que vivían esa experiencia junto a nosotros. Una noche, sin duda, memorable. Igual que lo es despertarse pronto, para intentar llegar a ver el amanecer, y verse rodeado de un grupo reducido de jaimas, de la arena del desierto y del cielo, nada más. Silencio, paz y belleza allí donde alcanza la vista. Inolvidable

Esa noche fue uno de los puntos fuertes del viaje, pero aún restaban nuevos destinos, como Ouarzazate, la ciudad del Alto Atlas que tiene tres estudios de cine y en la que se han rodado muchas películas, desde Lawerence de Arabia a Gladiator. Visitamos el museo del cine de la ciudad y su kasbah o alcazaba. Desconocía que el nombre de esta localidad procede de una frase bereber que significa "sin ruido" o "sin confusión", pero sin duda, es una descripción muy precisa de la ciudad, sobre todo en comparación con la locura de Marrakech. 

Casi todos los habitantes de Ouarzazate han participado como extras en algunas de las películas rodadas en la ciudad. Allí nos alojamos en Dar Kamar, sencillamente excepcional. Al llegar al alojamiento descubrimos que era propiedad de un empresario español, que tiene otros dos hoteles en Marruecos, y con el que estuvimos charlando un rato. Fue maravilloso. El hotel, situado en la primera casa de Ouarzazate, y reconstruida para mantener su estilo clásico, es excepcional, decorado con fotografías de distintas partes de África, hechas por el propio dueño, y con lámparas diseñadas también por él. Todo allí es perfecto, incluidas las vistas impresionantes a la ciudad, con sus casas de adobe, desde su sensacional terraza. Volveremos. Tuvimos suerte con los alojamientos, porque también nos regalaron momentos mágicos los dos riads de Marrakech en los que estuvimos alojados. 

El penúltimo punto de nuestra ruta era Tighdouine, un pueblito encantador, en el que tuvimos la suerte de comer en casa de un habitante local. La belleza de su paisaje es indescriptible, como la hospitalidad de todas las personas que nos recibieron y saludaron al llegar allí. El arte árabe sólo refleja motivos de la naturaleza. Es por una cuestión religiosa (algo muy presente en Marruecos). Pero, dejando a un lado este aspecto religioso, ese empeño por mostrar en el arte sólo la naturaleza acierta en algo: el campo, las montañas, el cielo, las plantas, las flores, todo lo que nos rodea, encierra una belleza excepcional y cautivadora. En pocos lugares de este viaje fue tan fascinante el paisaje como en Tighdouine, desde donde regresamos a Marrakech y disfrutamos de un hammam, una especia de spa, con masaje y exfoliación de la piel, con jabón de aceite de argán, que fabrican en cooperativas de mujeres, que también pudimos visitar en este viaje inolvidable. 

Me dejaré, seguro, muchas cosas por comentar. Concluyo con el apartado gastronómico, que no es un aspecto menor en los viajes. Estos cinco días me he enamorado de Marruecos y he descubierto también su gastronomía, que me ha encantado. Desde los crepes msemen del desayuno, riquísimos, hasta los tajines (el nombre del recipiente de barro donde se sirve este plato, generalmente de pollo con limón, de verduras o de cordero), pasando por las pastelas, un hojaldre que combina lo dulce con lo salado, con un toque de canela, relleno de carne o verduras. 

Tenía muchas ganas de visitar Marruecos, especialmente de conocer Marrakech. Tras volver de estos cinco días de ensueño, regreso realmente fascinado por tantos contrastes que ofrece nuestro país vecino del sur, al que conviene viajar con los ojos y la mente abierta, sin ánimo de juzgar. Con sus pros y sus contras, con lo que gusta y con lo que no (el gran peso de la religión o la omnipresencia de fotos del rey en todas partes), Marruecos fascina. La primera palabra que se aprende siempre de cualquier idioma es gracias, así que no hay mejor forma de terminar este artículo que diciendo: "shukran", gracias en árabe. Habrá que aprender también cómo se dice "hasta la próxima". 

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