Alepo

Cinco años después de la revuelta contra el dictador Basar Al Asad, la guerra en Siria presenta una complejidad extraordinaria, que no admite lecturas reduccionistas. Hay muchos bandos, no sólo dos. Muchos intereses cruzados, miserias, cinismo, violencia y devastación, muchos matices. Pero hay algo común a todas las guerras que se repite en la contienda siria: los civiles son quienes siempre pagan la factura, los más vulnerables, los que sufren el efecto de la sinrazón de la violencia. Estos días, la ciudad de Alepo atrae la mirada del mundo por la conquista de esta localidad, principal bastión rebelde en los últimos años, por parte del tirano sirio, gracias a la inestimable ayuda del ejército ruso. La evacuación de los civiles, en teoría pactada entre Rusia y Turquía (pasmosa la inacción y la irrelevancia de Europa y Estados Unidos en el conflicto), se interrumpe continuamente, con disparos y ataques a la población que huye para siempre de sus casas con lo puesto. 


2016 es el año con más inmigrantes y refugiados muertos desde que existen registros. Asistimos a la mayor catástrofe humanitaria de la historia desde la II Guerra Mundial. Nunca antes tantos seres humanos habían tenido que abandonar su tierra para sobrevivir, escapando del horror de la guerra, de las violaciones de los Derechos Humanos de Al Assad y sus secuaces, pero también de la pléyade de grupúsculos violentos que han aprovechado el caos imperante en Siria para defender otros intereses bien distintos a la libertad del pueblo sirio. Hay quien separa lo que sucede en Alepo de la llegada masiva de personas solicitando asilo a Europa. Quien cree que el problema es el de los países que se muestran incapaces (por falta de voluntad) de dar una atención humana a estas personas, y no el drama devastador de que lo hayan perdido todo. El foco de esa llegada de refugiados está en el horror en Siria, allí donde nada han hecho los gobernantes europeos que firman acuerdos bochornos para quitarse de encima la obligación moral y legal de atender a los solicitantes de asilo. 

La falta de solidaridad de los gobernantes europeos con los refugiados pasará a la historia, como lo hará la absoluta inacción de Occidente en la guerra siria. Más allá de unos tibios apoyos a la oposición democrática y a los grupos rebeldes, algunos de ellos, cierto, próximos al yihadismo, Europa y Estados Unidos han adoptado un perfil bajo en la contienda siria. Coinciden en que el tirano Al Assad no puede seguir gobernando el país y en que es precisa una transición democrática, pero no han sido capaces de articular una respuesta adecuada a las atrocidades que se cometen a diario en Siria. Tampoco han conseguido detener la hemorragia que desangra aquel país desde hace cinco años, con vanos esfuerzos diplomáticos que han fracasado siempre antes de empezar. 

Las injerencias internacionales en el conflicto sirio, múltiples y variadas, han inclinado la balanza, fundamentalmente, del lado del sangriento régimen de Damasco. Es obvio que en la oposición han surgido también grupos terroristas, cuya actuación nada tiene que ver con la causa de los sirios, con sus legítimas ansias de libertad y de paz. Es una de las aristas de la compleja contienda siria. Pero, que grupos radicales hayan aprovechado el caldo de cultivo creado por la inacción de la comunidad internacional, incapaz de condenar la ceguera de un régimen decidido a bombardear a su propio pueblo para seguir en el poder, no justifica que se apoye son fisuras como lo están haciendo Rusia e Irán a un dictador execrable responsable de decenas de miles de muertes

Rusia, por puro interés estratégico, apoya desde el minuto uno al tirano Al Assad. El dinero es el dinero. A Moscú le importan más los negocios que las vidas humanas. Siria es aliado económico y militar, y si eso implica que el ejército ruso se manche las manos de sangre y ayuda al dictador sirio a exterminar a su pueblo, se hace. Así de crudo. Así de cierto. China es el otro gran apoyo internacional de Siria. Otro país cuya concepción de los Derechos Humanos es bastante mejorable, y que comparte ese pragmatismo de Rusia: los intereses comerciales por encima de todo. Rusia y China tienen asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y han vetado reiteradamente las condenas al régimen de Al Assad. Su actitud en esta guerra debe ser debidamente conocida y repudiada, porque su apoyo, especialmente el de Rusia, ha sido crucial para que el régimen de Al Assad haya recuerado Alepo, dejando un reguero de sangre y destrucción a su paso. 

Hay más injerencias internacionales. Irán apoya a Al Assad, al igual que el grupo libanés Hezbola. La razón es que Al Assad pertenece la minoría alauita, una rama del Islam chií, Por ese mismo motivo, el sempiterno enfrentamiento ente suníes y chiíes, Arabia Saudí respalda a los rebeldes sirios. También Turquía está del lado de la oposición siria. Pero no es del todo así, porque dentro de la oposición hay distintos grupos y uno de ellos, uno de los más combativos, de hecho, contra el Estado Islámico es el de los kurdos, a quienes persigue Turquía. Por eso, el país gobernado por Erdogan ha aprovechado sus supuestos ataques al Estado Islámico para combatir en realidad a los kurdos. 

Y el autodenominado Estado Islámico es otro de los actores en esta guerra. El grupo criminal lucha, o dice luchar, contra Al Assad. Pero, sobre todo, combate para imponer su régimen de terror, su fanático proyecto de crear un califato islámico que se rija por la sharia, o ley islámica, un conjunto de normas medievales. Naturalmente, que el Daesh combata a Al Assad no significa que represente a la oposición al tirano sirio. De hecho, la mayoría de los rebeldes lucha a la vez contra el dictador de Damasco y contra este grupo terrorista. Es la gran paradoja, o una de tantas, de la guerra siria. Si se debilita a Al Assad, un dictador execrable que oprime a su pueblo, se puede fortalecer al Daesh, un grupo radical y extremista. Y al revés, si se combate al Daesh no se deja de debilitar a uno de los rivales del tirano sirio. 

No hay conflicto sencillo, pero el de Siria probablemente se lleva la palma en complejidad. Prueba de ello es que Al Assad, el tirano que ha exterminado a parte de su pueblo para seguir en el poder, dijo esta semana en una entrevista concedida, cómo no, a una televisión rusa, que Donald Trump, próximo presidente estadounidense, podría ser un aliado suyo contra el Estado Islámico. El surgimiento de este grupo radical le ha venido como anillo al dedo al tirano de Damasco, pues puede jugar a generalizar y pretender hacer ver que todo aquel que se opone a su régimen apoya al Daesh, que sus opositores son todos terroristas. Como si esta guerra no hubiera comenzado con una rebelión pacífica que reclamaba libertad y democracia, y que Al Assad reprimió con violencia extrema. 

La estrategia de Al Assad es clara: quien se opone a él y a sus permanentes violaciones de los Derechos Humanos tiene ideologías terroristas. Llega a afirmar en la citada entrevista que algunos militantes del Estado Islámico o del Frente Al Nusra se han limitado a afeitarse la barba para presentarse como moderados. Él, sin embargo, no ha dejado de bombardear a su pueblo para parecer menos execrable. No hay buenos ni malos en la guerra siria. O sí. Están los civiles rodeados de malos. Hay, por supuesto, una oposición moderada, pero ha crecido, es cierto, la otra, la extremista. Nada que pueda sorprender a nadie. Una guerra brutal que se prolonga durante cinco años, que devasta por completo un país, es el caldo de cultivo ideal para toda clase de fanatismos. Es responsabilidad de quienes no han detenido esta contienda que las posiciones moderadas se hayan quedado arrinconadas. Pero esto no cambia el origen del conflicto: una revuelta pacífica contra un cruel dictador. 

La actuación descarada de Rusia en favor del tirano de Damasco contrasta con la parálisis de Estados Unidos y Europa. El primer país apoya a los grupos opositores "moderados" (y, a veces, no tan moderados), pero lo hace muy tímidamente, no enviando tropas, como hace Rusia con el régimen, Barack Obama dijo que la línea roja era la utilización de armas químicas por parte del régimen de Al Assad. Pero el dictador utilizó este tipo de armamento contra su pueblo y Estados Unidos no hizo nada. O peor, se conformó con un acuerdo que más parecía una pantomima y en el que Rusia, aliado del régimen, aparecía algo así como un juez imparcial, como un árbitro. Parece evidente el desequilibrio entre quienes apoyan al tirano en la comunidad internacional y quienes se oponen a él. Están ganando los primeros, con la Rusia de Putin al frente. Porque Estados Unidos, y sobre todo Europa, muestran una inacción descomunal, mientras que los aviones rusos bombardean las posiciones de los opositores a Al Assad. 

Lo más importante, entre tanto galimatías, tantos intereses enfrentados, esta disyuntiva en la que los sirios parecen tener que decidir entre lo malo y lo peor, donde no hay opción buena, son los civiles. El sufrimiento de los civiles, envueltos en fuego cruzado, en radicalismos, entre la sinrazón de un dictador al que no le importa exterminar a sus conciudadanos si no le apoyan y los grupos terroristas que aprovechan el caos reinante en el país para cometer más atrocidades. La oposición moderada, insisto, que sigue existiendo, aunque, rodeada de bombas y muertes, la moderación tiene todas las de perder, y los civiles sirios, esos que se levantaron contra el tirano que les oprime, son las grandes víctimas de un conflicto que no ha parado de deteriorarse. El mundo sigue sin detener esta hemorragia. Lejos de eso, como hace Rusia, por ejemplo, la agrava. 

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