Fútbol y política

Todas las banderas son un trozo de tela, pero hay gente que tiene sentimientos ante trozos de tela. Por mucho que nos cueste entenderlo a quienes, en efecto, no vemos más que un trapo colorido. Igual pasa con los acordes de los himnos nacionales, ante los que hay incluso quien se emociona. Desde la óptica de quien siente alergia instantánea por patrioterismos y exaltaciones nacionales, sean del país que sean, la prohibición de las esteladas, las banderas independentistas catalanas, en la final de la Copa del Rey se aprecia como una inmensa torpeza. Otra más. Que uno no se sienta español, que le importe lo justo esto de las identidades nacionales, que le resulte rancio cualquier discurso que apele a instintos bajos, que aprecie un inquietante complejo de superioridad en todo tipo de nacionalismo y que las enseñas nacionales, cualquiera, no me digan nada no significa que no respete que haya quien sí se emocione con esos discursos que yo veo siempre ampulosos e impostados, o que no haya quien tenga fuertes sentimientos nacionales, y se vean ofendidos por medidas como esta. Con toda razón. Es un disparate, como intentar apagar un fuego con gasolina. 
La decisión de la Delegación del Gobierno parte de un ejercicio de cinismo bastante importante. La estelada, por aclarar, no es una bandera oficial. Pero tampoco es una bandera prohibida, ni antidemocrática. Dicen que se trata de no politizar un partido de fútbol. Sucede que el fútbol se politiza siempre. No sólo en España. Es llamativo que no se quiera politizar una competición que se llama Copa del Rey, y que antes se denominada Copa del Generalísimo. ¿No es politizar que se inunden de banderas españolas los balcones cuando la selección disputa un torneo internacional? ¿No lo son los himnos racistas, neonazis, machistas u homófobos que se escuchan cada fin de semana en los campos? ¿No lo es que se escuchen los himnos nacionales al comienzo de cada partido? Sería maravilloso que el deporte fuera sólo deporte. Pero se politiza. Siempre. Y negarlo es negar la realidad.

La medida es desproporcionada y echa leña al fuego. Es difícil enumerar la lista de torpezas de los defensores de la unidad de España ante los promotores de la independencia catalana, posiciones políticas ambas igualmente legítimas. Sólo faltaría. También son inmensos los errores de los políticos catalanes defensores de la independencia, como aquí hemos resaltado otras veces, que esto no va de buenos y malos, o de negar las falsedades de unos y resaltar las de otros. Pero hoy toca hablar de las del otro lado, la de quienes piensan que el mejor modo de combatir el independentismo es prohibiendo símbolos independentistas. Bravo. Qué gran idea. Cómo no se le había ocurrido a nadie antes. 

La ocurrencia anterior fue llevar a la Justicia los pitos al rey y al himno de España, algo que, suponemos, se repetirá. Más o menos, cada estelada prohibida subirá un decibelio esos abucheos, calculo. Son, sí, actos de libertad de expresión. Nos cuesta mucho aceptarla en España, sobre todo cuando no se emplea para defender nuestras posiciones políticas. No nos incomoda la empalagosa e indisimulada identificación del país con la selección, o ni siquiera que se escuchen cánticos denigrantes hacia ciertas regiones del país en los campos de fútbol ("es polaco el que no bote", por ejemplo), pero sí nos parece una politización inaceptable que los aficionados de un equipo, en este caso el Barcelona, luzcan banderas que representan un proyecto político que apoya una amplia parte de la sociedad catalana. Politizar está mal, pero sólo cuando lo hacen quienes piensan distinto a nosotros. Eso es, básicamente, de lo que va esta prohibición. Reímos las gracias de los cánticos bobos contra catalanes en tantos campos. Pero, eso sí, ni una estelada. 

Es sólo un partido de fútbol y sólo un trozo de tela. Ambos, del todo intrascendentes para mí. Pero hay quien le da importancia. Y, sabiendo esto, parece bastante torpe regalar argumentos a los defensores del independentismo catalán, que con tanta devoción fabulan sobre una hipotética represión por parte de España. Pues desde ayer es un poco menos fabulada. Sigue esta posición política, por supuesto, basada en ensoñaciones y perversiones de la historia. Pero ayer la Delegación del Gobierno de Madrid aportó su granito de arena a una comprensible indignación de los catalanes independentistas. 

Los símbolos políticos incomodan en el deporte, lo intoxican. Pero no vale eso de prohibir sólo los que no gustan. Por cierto, desconocía el origen de la bandera estelada. Con esta polémica, lo he buscado y se remonta a comienzos del siglo XX, cuando un independentista catalán que vivió en Cuba, Albert Ballester, decidió fusionar la bandera catalana con símbolos de las enseñas de Cuba y Puerto Rico, independizadas de España entonces. Habrá que preguntarse, y nadie en los puestos de gobierno lo ha hecho, por qué este símbolo hasta hace unos años totalmente minoritario, y todo lo que representa, se ha extendido de un modo tan inmenso en Cataluña. Es más fácil prohibir las esteladas en la final de la Copa del Rey que explorar las razones de fondo del auge del independentismo. Y mucho más torpe e inútil. Como si se conociera ya que el mejor modo de promover algo es, precisamente, prohibirlo. 

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