Austria como síntoma

Enfrascados como estamos en las batallas políticas de bajos vuelos en España, la repetición electoral, las esteladas y demás, puede que estemos dejando de lado el inquietante crecimiento de la extrema derecha en Europa. Y puede incluso que no nos demos cuenta de que no todas las diferencias de nuestro país con el resto de Europa nos dejan en mal lugar, pues aquí la crisis no ha fomentado un partido abiertamente xenófobo dispuesto a culpar de todos los males a los extranjeros, algo que tristemente sí ha ocurrido en muchos países del Viejo Continente, más viejo y decadente que nunca en los últimos años. Austria celebró ayer elecciones presidenciales que, a la espera del recuento del voto por correo, ha ganado Nobert Hofer, candidato de ultraderecha, frente a Alexander Van der Bellen, candidato ecologista. 


Estos comicios en Austria son un síntoma más de la crisis política y ética que recorre Europa. El auge del extremismo y de las posturas más radicales y racistas. La respuesta de la UE al drama de los refugiados ha sido desastrosa, insuficiente e inhumana, comerciando con ellos como si fueran mercancía, despachándolos a Turquía y permitiendo librarse de darles un trato justo a cambio de un puñado de euros. Pero es que, además, en no pocos países, la llegada de personas extranjeras ha causado un crecimiento de partidos radicales, como este FPO austriaco que puede haber ganado las elecciones presidenciales en Austria. 

No tiene desperdicio el discurso político de Hofer, que podría convertirse en el primer jefe de Estado de la Unión Europa de ultraderecha. Está en contra de dar asilo a los refugiados que escapan de la guerra siria, porque amenaza, dice, la cultura propia y los rasgos identitarios de Austria. Su línea dura con la inmigración, es decir, su intolerancia y su racismo, ha sido uno de los mensajes más repetidos en su campaña. Pero hay más. Está en contra de las uniones entre personas del mismo sexo. Tampoco quiere prestar servicios sociales a los inmigrantes y es euroescéptico, quiere recuperar competencias cedidas a Bruselas. 

No es una plaga caída del cielo. A este tipo le han votado los ciudadanos austriacos. Y eso es lo más inquietante de todo. Malo es que surjan personajes sin escrúpulos dispuestos a fomentar los instintos bajos y el odio al diferente entre la población, pero lo terrible es que tantos ciudadanos compren ese discurso. Es evidente el hartazgo con las autoridades comunitarias. Europa tiene un problema inmenso, colosal. Siempre que, por trabajo, entrevisto a gestores de fondos internacionales sobre la situación política española la respuesta es la misma: no es un problema de España, no es algo propio de ese país. Es un problema inmenso de toda Europa, o incluso más allá, si nos fijamos en Donald Trump como candidato republicano a la presidencia estadounidense. 

La indiferencia, la desafección con la clase política tradicional, genera monstruos. No es sencillo encontrar explicaciones a este auge de la extrema derecha en Europa, allí donde más masacres causó esta ideología del odio, donde más vacunados tendríamos que estar todos de coquetear con ideas radicales. De entrada, parece que padecemos todos de muy mala memoria. No hace tanto que en Europa la extrema derecha llenó de sangre, muerte, ira y sufrimiento el Viejo Continente. Se puede hablar de la crisis económica, del enorme sufrimiento de tantos ciudadanos, que es siempre el caldo de cultivo ideal para echarse en brazos de políticos demagogos, pero Austria, por ejemplo, tiene una envidiable tasa de paro del 5,7%. En varios países del norte de Europa, ejemplos de civismo, de buena marcha económica, de Estados del bienestar sólidos, están surgiendo con fuerza, con más que en países del sur de Europa, de hecho, formaciones extremistas. Ni en Portugal ni en España ni en Italia ha habido movimientos de extrema derecha, o al menos no con tanta fuerza electoral. Sólo ha ocurrido en Grecia, donde ayer por cierto se aprobó una nueva ronda de severos recortes, que debieron de celebrar brindando los miembros de Amanecer Dorado. 

Lo que parece claro es que el esquema de la UE ha fracasado, y que el descontento ciudadano se ha canalizado de la peor forma posible, impulsando a formaciones que destilan odio al diferente. Tan preocupados por el rigor fiscal han estado los popes comunitarios, tan fríos, tan técnicos, tan burócratas, que se ha escapado por el desagüe cualquier atisbo de impulso político o sentimiento de pertenencia europea. Y es algo dramático, porque si algo hicimos bien hace décadas en un continente donde veníamos de matarnos entre unos países y otros fue, precisamente, crear una alianza de naciones. Pero no puede funcionar peor. La unión no es real. Y se ha percibido a Europa en demasiadas ocasiones como el ogro que imponía recortes injustos y que fomentaban la desigualdad. Porque así ha sido, entre otras cosas. Toda la urgencia con la que se ha impuesto la disciplina fiscal ha mutado en frialdad con los refugiados. Total, que esto ha quedado convertido en un acuerdo comercial, sin más vínculos políticos o sociales. Entre eso y que tantos políticos han recurrido al chivo expiatorio de la inmigración para cubrir sus defectos como gobernantes, nos encontramos ante una situación dramática en Europa, con Austria y su futuro presidente ultraderechista como el último síntoma de la patología inquietante que afecta al Viejo Continente. 

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