Vivimos la época dorada de la televisión. En los últimos años, la pantalla pequeña ha acogido a multitud de creaciones brillantes. El buen cine se ve hoy en televisión, se suele decir. Probablemente sea una exageración. No es cierto que el talento se concentre exclusivamente en un medio. Cada año sigue habiendo estrenos de películas extraordinarias. Pero está claro que la televisión dejó hace mucho de ser la hermana pequeña del cine. Intérpretes, guionistas y directores de prestigio apuestan por proyectos televisivos. Nunca antes existieron tantas series de calidad. Se ha invertido dinero y esfuerzo en ello. Canales de pago en Estados Unidos como HBO tienen, precisamente, en sus series uno de sus alicientes centrales. Es una época en la que resulta abrumadora la cantidad de series de las que todo el mundo alrededor habla maravillas. Breaking Bad, Juego de Tronos, True Detective, Mad Men... El día de los seriéfilos debe de tener más de 24 horas, porque si no es imposible seguir al día.
Valoro esta explosión de talento en la televisión, la presencia de series inteligentes, intensas, bien rodadas, de calidad. Pero me cuesta engancharme a una serie. Me da cierta pereza. Eso sí, cuando me gusta una serie, me da fuerte con ella. Y escribo estas líneas poco después de terminar de ver la quinta temporada de Homeland. Aún casi sin aliento. Recordando escenas de los trepidantes dos capítulos finales de una serie que, sí, perdió bastante el norte en la tercera temporada, pero regresó con un nivel notable en la cuarta entrega y que ha alcanzado las mayores cotas de calidad en una quinta temporada que, por momentos, inquietaba al espectador porque todo lo que aparecía en la pantalla, todo, se veía muy real, muy verosímil.
Una ciudad europea, Berlín, bajo la amenaza terrorista. Servicios de inteligencia que bordean la legalidad. Acuerdos secretos entre países que desconoce una opinión pública en la que se fomenta el debate, siempre interesado, siempre complejo, entre seguridad y libertad. Hackers y periodistas que trabajan para desvelar los secretos que los Estados ocultan. Activistas que piensan que no hay que renunciar a lo que somos para luchar contra los terroristas. Fanáticos demenciales que no tienen reparo en asesinar a sangre fría a civiles inocentes. Y cuerpos de inteligencia como la CIA pisoteando principios básicos del Estado de derecho. Es el argumento de la quinta temporada de la serie, pero podría ser la fiel descripción del mundo en que vivimos.
La emisión de esta temporada coincidió con el brutal atentado terrorista de París en noviembre. Desde entonces, en cada capítulo aparecía un rótulo avisando de que las imágenes podrían herir la sensibilidad del espectador. Creo que es más bien innecesario ese aviso. Lo cierto es que tal vez nunca antes una serie estuvo tan pegada a la realidad. Jamás vimos con tanta claridad el mundo en que vivimos en un producto de ficción. No hay buenos ni malos en Homeland. Sólo malos y peores. Sólo un mundo desquiciado y complejo sin verdades absolutas en las que para combatir a unos fanáticos medievales los Estados estrechan las libertades y derechos de los ciudadanos.
Carrie Mathison (enorme Claire Danes) comienza esta temporada tranquila con su hija, una nueva vida alejada de la CIA. Pero termina enredada en una trama con ecos de Snowden y WikiLeaks. Saul (Mandy Patinkin), sigue en la agencia de inteligencia, igual que Peter Quinn (Rupert Friend), enamorado de Carrie. Va creciendo en intensidad la trama hasta un tramo final de esta temporada desasosegante, trepidante, sublime. Por momentos, Homeland vuelve a dejar sin respiración al espectador como hizo en sus mejores momentos, en aquella colosal primera temporada, con el juego de sospechas, deseo, dudas, intriga y tensión en la relación de Carrie con Nicholas Brody (Damian Lewis). En la tercera temporada, es verdad, la serie desbarra bastante con la salida de este personaje, que por otro lado no dabas mucho más de sí. La cuarta nos muestra a Carrie destinada a Islamabab. En su momento, parecía que sería la última temporada de la serie. Pero esta ganó vuelo, volvió a triunfar en audiencia (en Estados Unidos, porque aquí se emitió en abierto tarde y mal en Cuatro), con los engaños, las sospechas, las traiciones y las contradicciones en la lucha contra el terrorismo como baluartes de la historia. Vimos a una Carrie cada vez más atormentada, más compleja, más humana.
Y llegó esta quinta. Excelente. Comienza algo desconcertante. Para empezar, porque Carrie está, al fin, en paz. Y ese, claro, no es el estado natural de este personaje. Bipolar, inquieta, inteligente, rodeada de fantasmas, bajo la amenaza constante de la inestabilidad. Nada es lo que parece en esta quinta temporada. La más impactante, quizá. La más honesta. La más ligada a la realidad (se habla de la guerra de Irak, del Estado Islámico, de los atentados en ciudades europeas, de los acuerdos entre la CIA y agencias de inteligencia de otros países que desvelaron las revelaciones de Edwartd Snowden). "Es la nueva normalidad, caballeros", se escucha en un momento de la serie cuando un responsable alemán explica por qué no se ha informado a la población de la amenaza terrorista. Exacto. Preciso. Es el valor de esta serie. Un reflejo de nuestros días. De la fealdad, las contradicciones y la dureza de nuestros días. Entre el negro y el blanco hay una gama de colores. Grises, concretamente. Y Homeland los muestra todos con brillantez y sin el menor ápice de inocencia o buenismo. Espero con ansias ya la sexta temporada confirmada de una serie enorme que ha vuelto por sus fueros.
Comentarios