El papa ecologista

Tal vez uno de los rasgos más definitorios de la irresponsabilidad y la indiferencia de nuestra sociedad sea la pasividad con la que afrontamos, gobernantes y ciudadanos, el cambio climático. Alguna palabra tan bella como hueca en discursos aislados y poco más por parte de los políticos, quienes tienen en su mano tomar medidas para intentar frenar la salvaje y continuada destrucción del planeta que nuestro modo de vida genera. Por parte de los ciudadanos, por lo general, es nula la voluntad de hacer algo para contribuir a refrenar este deterioro del medio ambiente. Ni en las sociedades avanzadas, donde nos negamos a renunciar a nuestra contaminante forma de vida; ni en las que están en vías de desarrollo, donde reivindican su derecho a crecer económicamente, es decir, a llegar a contaminar con sus industrias y sus coches tanto como lo han hecho los países desarrollados. 

Ante este panorama tan gris y tan indiferente, es muy positivo que el papa Francisco haya dedicado su primera encíclica, un mensaje dirigido a todos los obispos en el que los pontífices plasman sus preocupaciones, al medio ambiente. Si por algo se ha caracterizado Francisco desde que accedió al papado es por mojarse siempre y por resultar incómodo, lo cual es toda una novedad en el inquilino de El Vaticano. Lanza mensajes severos y muy necesarios en este documento donde, entre otras cosas, dice que  "llama la atención la debilidad de la reacción política internacional. El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos". 

El papa Francisco ha sido muy crítico desde el principio con la economía de mercado, con este sistema que considera depravador e inhumano. Se agradece escuchar estos mensajes desde un puesto, hasta ahora, tan conformista y tan poco dado a entrar en los grandes debates de nuestro tiempo como el del papado. Francisco zarandea los cimientos de la Iglesia católica, y eso es positivo en una institución que estaba anclada en el siglo pasado (o incluso en el anterior, o el otro más allá). Una institución acomodada cuyas élites se apartaron hace demasiado tiempo de la sobriedad y la austeridad que proclaman y que sí practican los párrocos de base, en su mayoría. El papa afirma en su encíclica que "los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio". 

Se agradece que Francisco entre de lleno en el debate sobre cómo combatir el cambio climático. El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. "Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos. Si no lo hacemos, cargamos sobre la conciencia el peso de negar la existencia de los otros", aporta. Esta toma de postura del papa llega a pocos meses de la trascendental cumbre del clima que se celebrará en otoño en París y en la que se buscará un protocolo que sustituya al de Kioto. 

Acierta el papa Francisco al señalar lo llamativo e incomprensible que resulta la inacción de la comunidad internacional ante este problema. Por cortoplacismo, porque en el fondo cuando se habla de los efectos del cambio climático siempre estos se sitúan lejos en el tiempo. Por comodidad, ya que en el fondo adoptar un discurso crítico y comprometido con el medio ambiente no deja de ser algo antipático, pues pasa por aceptar las atrocidades que hemos cometido, y cometemos, contra nuestro entorno natural. Es además un problema serio para los gobernantes dar un paso adelante, porque sabemos que para afrontar seriamente la lucha contra el cambio climático sería necesario abrir una reflexión sobre nuestro modelo económico y nuestro modo de vida. Lo cómodo, pues, es el negacionismo o las medias tintas, que es donde se mueven la mayoría de los gobernantes. 

En esto los ciudadanos tenemos mucho que decir. Nada se ha hablado en la eterna campaña política en España, por ejemplo, de esta cuestión. Ni una palabra en mitines ni debates, salvo honrosas y escasísimas excepciones. Si no se habla de ello en el debate político es, en parte, porque los responsables de los partidos no sienten la presión ciudadana para tomar posición en este asunto. Si los políticos vieran, igual que lo perciben con el desempleo o el drama de los desahucios, un clamor tal en la ciudadanía sobre la protección del medio ambiente, algo quizá empezaría a cambiar. Si decidiéramos nuestro voto por esta cuestión igual que por otras. Si, en definitiva, entre todos situáramos en el centro de las preocupaciones de la sociedad actual el deterioro constante del medio ambiente. Y en este entorno de falta de compromiso, el paso adelante del papa Francisco es muy esperanzador. 

Francisco ha asombrado a propios y extraños (asustó a muchos de los primeros y agradó a unos cuantos de los segundos, para ser exactos) desde que llegó al papado. Por su discurso novedoso sobre cuestiones hasta ahora tabú en la Iglesia como el respeto a las personas homosexuales, la crítica sin paliativos del sistema capitalista o la defensa apasionada de las personas inmigrantes que se juegan la vida ante la indiferencia europea. Resulta una ráfaga de aire fresco en El Vaticano, y eso que también ha metido la pata. Sobre todo, cuando justificó una reacción violenta ante las ofensas días después del dramático atentado islamista contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Ahí patinó Francisco, dando a entender que las religiones deberían quedar fuera del espacio de la libertad de expresión, que ya sabrán quienes se metan con las religiones lo que es puede esperar. Ha sido, hasta ahora, el gran error, inmenso sin duda, de un papa cuyo balance, de momento, está siendo razonablemente positivo. 

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