En la bellísima canción Que el soneto nos tome por sorpresa, Jorge Drexler canta “que el soneto nos tome por sorpresa, como si fuera un hecho consumado, como nos toman los rompecabezas, que sin saberlo nacen ensamblados. Así, el amor, igual que un verso empieza sin saber desde dónde ha llegado”. No sé por qué se me vino a la cabeza esta canción y sentí la necesidad de volver a escucharla en bucle al leer La historia del amor, de Nicole Krauss, editado por Debolsillo, el sello de Penguin Random House, con traducción de Ana María de la Fuente. Bueno, quizá un poco sí lo sé. Aquel tema habla del amor, asunto central del libro ya desde su título, y además la novela tiene mucho de rompecabezas, que nació ensamblado en la cabeza de su autora y que se presenta disperso, con las pieza sueltas aquí y allá, al lector.
Es ese componente misterioso uno de los grandes alicientes de la obra, que he disfrutado mucho. Es de esos libros que dejan hilos de los que ir tirando y en los que al final, casi como premio a los autores por haber tenido la paciencia de ir ensamblando las piezas sueltas, todo se va aclarando. Se disfruta, sobre todo, del camino, casi detectivesco. En este caso, de las dos historias aparentemente paralelas, pero que se terminan cruzando.
El otro punto fuerte de la novela es la admirable capacidad de la autora de construir dos voces narrativas bien diferenciadas, con estilos propios, las de Leo Gursky y Alma Singer, los dos protagonistas del libro. Él, un octogenario bastante de vuelta de todo, muy irónico, eternamente fiel a su único amor, que huyó de Polonia hacia Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Ella, una quinceañera fantasiosa e intrépida que intenta que su madre vuelva a tener vida después de la muerte de su marido. No pueden ser más distintos los puntos de partida de ambos, sus circunstancias vitales, su forma de estar en el mundo, y el lector se cree en todo momento ambas voces narrativas, igual que las otras que, ocasionalmente, asoman por las páginas del libro.
La historia del amor es el título de un libro dentro del libro, aquel por el que a Alma, la quinceañera protagonista, le pusieron ese nombre sus padres, así que hay un juego metanarrativo muy interesante a lo largo de la novela. Leemos pasajes de ese libro y también fragmentos de diarios y narraciones de su día a día de los dos protagonistas y narradores, ambos habitantes de Nueva York. El libro habla del amor, incluso más allá de la muerte, con belleza, lirismo, intensidad y ternura. Habla de toda clase de amor, no sólo del amor romántico o de pareja, aunque especialmente, sino también de otros amores como el paternofilial. Lo que mueve a Alma por encima de todo es intentar animar a sus madre, por ejemplo. El libro incluye una precisa y entrañable definición de la paternidad: “quizá sea eso lo que significa ser padre, enseñar a tu hijo a vivir sin ti”.
Además de ese carácter misterioso y de esa invitación al lector a ir desentrañando pistas, a ensamblar las piezas del rompecabezas, y además de la maestría con la que la autora pone en pie a dos narradores tan dispares, el libro se apoya en su aproximación desprejuiciada y tierna al amor, del que Cioran escribió que parece una trivialidad sólo por culpa de los que no han amado. Quizá sólo a esos no les recomendaría este libro. A todos los demás, sin duda, se lo aconsejaría con los ojos cerrados.
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