Una fantasía manchega. Así es como describe José Carlos Martínez su espléndida versión de Don Quijote, que ha interpretado estos días la Compañía Nacional de Danza en el Teatro Real, con dirección de Muriel Romero. Es imposible definir mejor con menos palabras el encanto único de esta versión del ballet clásico, inspirada en las versiones previas de Marius Petipa y Alexander Gorski. Deslumbran el poderío, la apabullante fuerza visual y la solvencia con las que pone en pie la obra la Compañía Nacional de Danza, con la interpretación portentosa de la Orquesta titular del Teatro Real de la música original de Ludwig Minkus, bajo la dirección de Manuel Coves.
Don Quijote, estrenado por primera vez en el Teatro Bolshoi de Moscú en 1869, lleva siglos fascinando a aficionados a la danza en todo el mundo, con el lenguaje universal del baile. En la obra aparecen, claro, tanto don Quijote como Sancho, al igual que Dulcinea, aunque los tres son secundarios, porque el ballet se centra en el episodio de la segunda parte del libro de Cervantes que narra el amor entre Quiteria y Basilio, aunque el padre de ella quiere se case con el engreído Camacho. Son muchas las versiones que en todo este tiempo ha tenido este exigente ballet. La que ahora defiende con solvencia la CND es, en efecto, una auténtica fantasía manchega, una fiesta memorable llena de colorido, armonía y belleza.
De por sí, toda historia quijotesca es fantasiosa, por esa relación entre las historias de ficción y la realidad, por los molinos de viento tomados por gigantes, por el juego constante de aquella obra entre la realidad y la imaginación. Aquí sobresalen la forma en la que combina danza clásica y española y también su modo fabuloso de integrar elementos icónicos de la cultura española (castañuelas, panderetas, toreros, los capotes que tanto colorido y vuelo aportan, el palmeo, el grupo de gitanos bandoleros, abanicos, peinetas…). A lo largo de sus tres actos, el ballet pasa de lo mundano a lo onírico, de lo folclórico a lo universal, de lo popular a lo lírico, del traje regional al tutú con absoluta naturalidad, esa naturalidad con la que suceden las cosas en los sueños y en las fantasías.
Afirma José Carlos Martínez, que fue hasta 2019 director de la Compañía Nacional de Danza y que ahora está al frente del ballet de la Ópera de París, que cuando decidió poner en pie esta nueva versión de Don Quijote buscaba aportarle una mirada muy española, dado que la versión de Petipa, el legendario Petipa, no dejaba de ser fruto de la mirada de un coreógrafo francés emigrado a Rusia, una mirada desde fuera a lo exigido del folclore y la cultura española. Esta nueva versión sitúa la historia en un pueblo manchego y es exquisito cómo integra lo clásico con lo español, todo lo que de universal tiene la historia quijotesca (el amor, la libertad, las luchas contra las injusticias arbitrarias) con lo que también tiene de local, a lo que ayuda la portentosa música original, que incluye seguidillas, boleros y fandangos.
Naturalmente, poner en pie un ballet en tres actos con la complejidad, los cambios de escenarios y la grandeza de este Don Quijote es una obra colectiva y es pertinente destacar el trabajo de tantos y tantos profesionales, porque solo si todas las piezas están en su lugar, si todos aportan desde su área de especialidad, el resultado final puede ser tan excelente. El vestuario de Carmen Granell, colorido y bellísimo, la imponente escenografía de Raúl García Guerrero, el sensacional trabajo en caracterización y maquillaje de Lou Valérie Dubuis o la iluminación de Nicolás Fischtel contribuyen notablemente al éxito de la función.
Por supuesto, también el cuerpo de baile, que tiene varios momentos de lucimiento en el que vemos a más de cuarenta personas en el escenario. Giada Rossi y Yanier Gómez Noda dan vida a Quiteria y Basilio y ambos son sublimes. Lo que hacen a lo largo de la obra es descomunal, de esas actuaciones que uno no olvida. Fascinan de inicio a fin, pero la entrega del público alcanza, con razón, el delirio absoluto con sus más exigentes pasos en el acto final. Es impresionante lo que hacen.
El ballet está dividido en tres actos y cada uno de ellos sobresale por aspectos diferentes. El primero es muy colorido y vistoso, apabullante en su recreación llena de vida de un pueblo manchego. El segundo es mucho más onírico, al transcurrir de noche y abrazar las ensoñaciones de don Quijote tras enfrentarse a un molino que toma por gigante y que traslada al espectador a las ensoñaciones y fantasías del personaje, en especial cuando aparecen las dríadas, criaturas irreales del bosque. En el descanso previo al tercer acto, parte del elenco recorre el patio de butacas anunciando la boda que se avecina, y que centra el vitalista y fascinante último acto, el de mayor lucimiento de los bailarines principales, el de un in crescendo de talento y emoción, de la mano de esta historia de romanticismo y búsqueda de la libertad.
Salgo del Teatro Real, que siempre es un escenario único por su encanto, o apabullante, sus dimensiones, su iluminación, su permanente disposición a la belleza, pensando en el poder arrollador e intemporal de las buenas historias y en cómo esos personajes ideados por Cervantes hace más de cinco siglos no dejan desde entonces de cautivar a personas en todo el mundo. Hace unos meses, en el teatro del Institut Français, la compañía Elephant in the black box representó su original e impactante Quijotes en Nueva York, muy libremente inspirado en la novela cervantina. La mejor señal de que una historia clásica sigue viva es que no deje de inspirar nuevas producciones tantos siglos después. Y la danza, esa disciplina tan cautivadora, encaja a la perfección y ensalza como ninguna otra las grandes historias.
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