Los mejores libros que he leído en 2024


Para desconcierto de quienes aún creen en la mayor fábula de nuestro tiempo, cada vez son más las voces que cuestionan desde la literatura el desmedido peso del trabajo en nuestras vidas y la confusión de prioridades en la sociedad actual, que parece dar más valor al estatus y el dinero que al bienestar. El mejor libro que he leído este año; desde luego, al menos, el que más me ha gustado, aborda esta cuestión desde una mirada irónica, satírica por momentos, tan divertida como lúcida. La protagonista de El descontento, de Beatriz Serrano, trabaja en una agencia de publicidad, sabe bien que lo que hace en su trabajo es “jugar a las oficinitas” y se siente a menudo  “como un alienígena que acabase de llegar al planeta Tierra y no fuese capaz de comprender del todo qué pasa por las cabezas de estos seres extraños con los que me he topado”. Es un libro extraordinario. 

A veces la literatura es el mejor modo de acercarse a la realidad y explicarla. Así lo demuestra Un día en la vida de Abel Salama, de Nathan Thrall, que narra como si de una novela se tratara una historia real. El gran mérito del libro es que consigue condensar la complejidad del conflicto palestino-israelí en un suceso, un accidente de un bus escolar con niños palestinos. Es una obra estremecedora, sin un ápice de ficción, por increíble que resulte creer el abandono en el que viven tantas personas bajo la ocupación israelí. 



Hay quien define la soledad no elegida como la gran pandemia del siglo XXI. A ella se acerca con erudición pero con una vocación didáctica Juan Gómez Bárcena en Mapa de soledades, un portentoso ensayo con multitud de historias y referencias a grandes solitarios a lo largo de la historia, cuya esencia podría resumirse en un graffiti que vio un día el autor en la calle: “la soledad es buena hasta que te sientes solo”.  Es un libro sensacional. 

Este año también se ha hablado mucho de inmigración y de los problemas del turismo descontrolado. Y, de nuevo, los libros ofrecen herramientas para acercarse a estos debates. Sobre la primera cuestión, me ha encantado Un país para morir, de Abdellah Taïa, que cuenta historias desde los márgenes de personas inmigrantes que buscan sencillamente vivir y ser respetados en la sociedad francesa. Respecto a turismo y sus excesos, dos ensayos: Estuve allí y me acordé de nosotros, en el que Anna Pacheco se acerca a la vida de personas que trabajaban en hoteles de lujo en Barcelona, y España fea, de Andrés Rubio, cuyo tema de fondo, el caos urbano de nuestro país, va más allá del turismo pero, sin duda, en determinadas poblaciones sí tiene mucho que ver con él. También reflexiona sobre la sociedad actual el estupendo ensayo ¿El fin de la conversación?, en el que  el sociólogo David Le Breton sostiene que el auge de los teléfonos inteligentes ha provocado que la comunicación, siempre mediada a través de una pantalla, haya sustituido a la auténtica conversación cara a cara. 

Otro de los graves problemas de la sociedad actual es el patriarcado y los abusos. En Por qué volvías cada verano, Belén López Peiró relata de un modo demoledor los abusos continuados que sufrió por parte de un familiar. Impactante. 



Sin duda, entre los mejores libros que he leído este año está también Nada es verdad, un relato autobiográfico con tintes de ficción, signifique eso lo que signifique, en el que Veronica Raimo habla de su peculiar familia, en la que, dice, “cada uno tiene su manera de sabotear la memoria en beneficio propio. Siempre hemos manipulado la verdad como si fuera un ejercicio de estilo, la expresión más completa de nuestra identidad”. No pocos parecidos con aquel libro, empezando por el título, tiene el también estupendo Yo, mentira, la novela de Silvia Hidalgo editada por Tránsito en la que leemos pasajes como me pregunta si lo que escribo es verdad, pero no entiendo de ninguna verdad. Se refiere a si ha ocurrido, como si todo lo que no ha ocurrido fuera por ello mentira”, o “le desconcierta que esté tan desconectada de la realidad. Lo llama la realidad, como si hubiera una y fuera suya y todos estuvieran dentro menos yo”. 


Este 2024 también he vuelto a autores amados como Édouard Louis, sin duda uno de mis escritores preferidos, del que he leído este año Lucha y metamorfosis de una mujer y Monique s’évade, dedicados a su madre, y  L’effondrement, dedicado a su hermano y con el que promete cerrar el ciclo de obras dedicadas a su familia. He gozado como siempre con May Sarton, que en La casa junto al mar, escrito en los años 70, comparte con su estilo lírico, vitalista y reflexivo un año de su vida en un nuevo hogar. Y también he vuelto a encontrarme con Lucia Berlin (Una nueva vida), Milena Busquets (Ensayo general), Vivian Gornick (El fin de la novela de amor) y Sara Torres (La seducción). 

Para mí también ha sido un año muy lorquiano (y cuál no), en el que he leído Federico García Lorca en Buenos Aires, Federico García Lorca a Catalunya y Los novios de Federico. Son tres libros estupendos para alimentar la fiebre lorquiana y para conocer más sobre la vida del genial e inmortal poeta granadino. 



No puedo terminar este artículo, que ya va quedando largo como de costumbre, sin mencionar un puñado de ensayos maravillosos, cada uno a su manera: Por qué ser inteligentes no nos hace menos estúpidos, una reflexión sobre los sesgos y los malos razonamientos muy adecuada en los tiempos que corren; La utilidad de lo inútil, que tenía pendiente desde hace tiempo y pone a la cultura en su sitio en medio de este mundo de confusión; La mujer invisible, que a través de datos irrebatibles y muchos argumentos sólidos nos recuerda hasta qué punto la lucha del feminismo es una lucha justa y aún con mucho por lograr, y El castillo de los escritores, que recupera un episodio fascinante de la historia reciente. 



Acabo, ahora sí, el post de los mejores libros que he leído en 2024, el artículo que más disfruto cada año, con el imponente y conmovedor Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, y con un exquisito libro de relatos, Plegaria para pirómanos, del maestro de la distancia corta que concentra la mejor literatura, Eloy Tizón.  En el primero, en el que la autora cuenta el suicidio de su hijo, se muestra el dolor, la pérdida, el amor de una madre, la incomprensión y también, pese a todo, la defensa de la literatura.  “A pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras”, escribe. Es uno de esos libros que marcan. 

En el segundo libro, Tizón demuestra con sus geniales relatos hasta qué punto es verdad lo que le hace decir a uno de sus personajes, que “está bien que las cosas tengan sentido, pero si no lo tienen resultan mejor aún”, algo que bien puede decirse en ocasiones de la literatura, la misma que otras veces nos ayuda a encontrarle sentido a la vida, a intentar entenderla o hacerla más llevadera y disfrutable, a enriquecerla de una y mil formas distintas y, a veces, hasta contradictorias. Tal vez porque, como dice Veronica Raimo en Nada es verdad, “si hay algo bueno -o malo- en hablar de literatura es que siempre resulta ser un pretexto para hablar de otra cosa”. Puede que por eso nos apasione tanto. 

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