Breve elogio de la brevedad


Empecé a leer Breve elogio de la brevedad, el ensayo de Antoni Gutiérrez-Rubí publicado por la editorial Gedisa, con gran interés y con un cierto recelo. Interés, porque creo que la precisión y claridad a la hora de transmitir lo que se quiere contar es fundamental en cualquier ámbito de la vida. Cuántas discusiones nos ahorraríamos si hubiera suficiente comprensión lectora y todo el mundo hablara con claridad y concisión. Pero reconozco que me acerqué al libro con cierto recelo también, porque creo que vivimos en una era de creciente superficialidad en la que los debates sosegados pierden su espacio frente a tuits y vídeos virales, en los que se busca más el zasca breve que los argumentos bien elaborados. 

Me pregunto si, en cierta forma, la defensa de la brevedad no es asumir de antemano la derrota ante las lógicas aceleradas y carentes de profundidad de las redes sociales. Si se trata de combatir la palabrería, es, en efecto, imprescindible la brevedad. Si se busca esquivar de forma perezosa la complejidad del mundo, es peligrosa. No se puede entender en un TikTok el conflicto palestino-israelí. A veces hay que leer libros gruesos para entender fenómenos históricos, o sentencias judiciales o proyectos de ley para opinar con rigor. Y no hay mucho más que se pueda hacer. 

El autor no defiende la brevedad como sinónimo de superficialidad, sino de claridad. El libro es una estupenda y, por supuesto, breve reivindicación de la brevedad. Sostiene que “la brevedad nos abre una puerta hacia la esencia misma del conocimiento, hacia un refugio donde la profundidad y la claridad se encuentran”. Ahí está la clave de su tesis. La brevedad no es sólo economía del lenguaje. No es bueno per se lo que es breve. Se trata de concentrar en pocas palabras la esencia de lo que se quiere contar, lo cual es mucho más difícil que envolverlo de palabrería, dando rodeos sin llegar al centro. 

Gutiérrez-Rubí recopila frases y aforismos de distintos autores que ahondan en las ventajas de la brevedad, y también en lo compleja que resulta, mucho más que la verborrea. He aquí algunos ejemplos. Pascal: si tuviera más tiempo, hubiera escrito una carta más corta”. Cervantes: “sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo”. Jorge Wagensberg: “una buena idea que no cabe en veinte palabras no es una idea tan buena”. Leonardo Da Vinci: “la simplicidad es la máxima sofisticación”. Thomas Jefferson: “el más valioso de los talentos es el de no usar dos palabras cuando basta una”.

El autor afirma, y es verdad, que “las ideas cortas han sido, siempre, las más revolucionarias y transformadoras, las que han tenido un mayor impacto en nuestra historia”. 

El libro pone como ejemplos de textos breves los aforismos, los microrrelatos, los haikus o los epitafios. Estos últimos, algunos brillantes, como el de Enrique Jardiel Poncela (“si queréis los mayores elogios, moríos”) o el de Antonio Gala (“murió vivo”). Pero también pone como ejemplos otros recursos actuales como las charlas TED, los mensajes de Twitter (ahora X) o el uso de abreviaturas y emojis. Por cierto, me ha dejado loco leer que los jóvenes usan en sus conversaciones de WhatsApp combinaciones de números como 7642 para decir “siempre estaré para ti” o 7375 para decir “gracias por hacerme feliz”. 

La brevedad no sólo se aplica a los textos, también a la toma de conciencia de que la vida es fugaz, que todo pasa. El autor dedica un capítulo a ese aspecto y explica el significado del término japonés “ichi-go ichi-e”, que se puede traducir como “sólo por esta vez”, “nunca más” o “una oportunidad en la vida”. 

De vuelta al recelo del que hablaba al comienzo del artículo, el autor reconoce la cada vez menor atención y capacidad de concentración. En gran medida, por las redes sociales. Explica que Aza Raskin, el ingeniero que inventó en 2006 el scroll infinito (contenidos que se cargan continuamente en una web sin llegar nunca al final) dijo años más tarde que se arrepiente de aquella función tan adictiva. Como bien recuerda el autor, Simone Weil ya llamó a trabajar la atención y alertó sobre las distracciones y ruidos constantes de la sociedad moderna. Algo que no ha hecho más que empeorar con el paso del tiempo. Las redes sociales, el paraíso de la brevedad, han conducido a un abaratamiento del discurso y el debate público, pero a la vez contienen, pese a todo, reflexiones atractivas y posibilidades de aprender. De nuevo, la brevedad, per se, no es un valor, pero una buena idea se puede y debe reflejar de forma concisa. 

Equiparar aforismos y refranes con tuits puede no ser una locura, pero desde luego no es aplicable a una gran parte de tuits. Como explica el autor, detrás de las brillantes expresiones breves hay interminables horas de estudio, trabajo y dedicación. Nada hay más complicado que ser conciso. Y no siempre se consigue (aquí está esta larga reseña como ejemplo de ello). Por eso, la brevedad por sí sola no es un valor. Y, además, todo tiene un límite. Vivimos en una era acelerada en la que WhatsApp o Netflix dan la opción de escuchar audios o ver series a doble velocidad y en la que cualquier novela o película con un ritmo mínimamente pausado o no tan trepidante como dicta el algoritmo o la IA se considera automáticamente un tostón. Somos muchos (cada vez menos, es verdad) los que creemos que una película de tres horas puede resultar de lo más amena y breve si es buena, mientras que una película de una hora puede resultar insoportable, porque no depende de la duración sino de su calidad. 

El autor pone como ejemplo de canción breve pero enorme y símbolo de muchas cosas la maravillosa Te recuerdo Amanda, de Víctor Jara. Explica que no llega ni a los cinco minutos. El problema es que es una duración posiblemente excesiva para no pocos jóvenes de hoy en día, que necesitan temas brevísimos, que quepan en una storie de Instagram, apenas un estribillo pegadizo y poco más. Al ritmo que vamos, ni lo que muchos podemos considerar breve es ya en realidad breve para muchas personas. Así que, en efecto, como bien defiende este interesante libro, la concisión y la precisión del lenguaje son fundamentales y muy reivindicables, siempre que no se confunda brevedad con superficialidad. 


 

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