El futuro de la nostalgia


Unos libros llevan a otros y muchas veces, de hecho, los mejores libros son los que te señalan caminos y te abren las puertas a otras obras. Había leído menciones a El futuro de la nostalgia, de Svetlana Boym, entre otros, en El ocaso de la democracia y en Las horas han perdido su reloj, así que cuando vi el libro en la barcelonesa librería Finestres el pasado Sant Jordi, no dudé en comprarlo. El ensayo, publicado inicialmente en 2001 y editado ahora en España por Antonio Machado Libros con traducción de Juan Blasco Castiñeyra, ofrece lúcidas reflexiones sobre el riesgo de la nostalgia a través de casos concretos de ciudades y artistas exiliados, con un foco especial en Rusia y la antigua Unión Soviética, donde nació la autora.

En 1981, Boym abandonó la Unión Soviética rumbo a Estados Unidos. Diez años después regresó a su ciudad natal y la nostalgia la tomó por sorpresa. Ya casi al final del libro cuenta unas anécdota muy reveladora que resume bien la esencia de la obra. Explica que cuando regresó a su antigua ciudad, un día de mucho calor, fue a una tienda y compró una botella verdosa de agua mineral. Al leer el nombre, Poliustrovo, le asaltaron muchos recuerdos de su infancia. No le gustó el sabor. Nada. Y escribe: “lo único que había sido incapaz de recordar del agua Poliustrovo era que nunca me había gustado. Lo mismo le pasa a la gente con los amigos del colegio, con su ciudad natal, con los políticos de su juventud, con los musicales estalinistas o con los apuestos soldados que se paseaban con sus uniformes entallados, recuerdos teñidos de cariño que se presentan con el tono sepia del pasado. Los espejos laterales del recuerdo deberían llevar escrita una advertencia: el objeto de la nostalgia se encuentra mucho más alejado de lo que parece”. Y ahí está, comprimida, la tesis de todo el libro: la nostalgia es tan inevitable, en especial cuando se viven situaciones como la inmigración o el exilio, como traicionera, porque nunca nada es exactamente como lo recordamos.

“A primera vista la nostalgia es la añoranza de un lugar, pero lo que se anhela en realidad es un tiempo diferente -el tiempo de nuestra infancia, el ritmo más lento de nuestros sueños”, leemos casi al comienzo de la obra. Por eso, añade, “el peligro que entraña la nostalgia es que tiende a confundir el hogar real con el imaginario. En casos extremos, puede llegar a crear una patria fantasma por la cual uno esté dispuesto a matar o a morir”. Es muy curioso lo que cuenta sobre la etimología del término, que procede de dos palabras griegas, pero no es de época griega. Es “una palabra pseudogriega o nostálgicamente griega”. También es revelador que casi todas las lengua presuman de que su palabra para definir la nostalgia no tiene traducción posible a otros idiomas.

La autora establece una distinción entre la nostalgia restauradora, que es la de quienes añoran un supuesto pasado glorioso y quieren volver a él, y la reflexiva, por la que apuesta ella, que pasa por tener en cuenta el pasado, pero desde un cierto distanciamiento. También distingue la memoria colectiva y la memoria nacional, que se suelen confundir. En su opinión, la primera es un espacio que no se basa en la nación ni en la religión, sino en afinidades electivas. Afirma que la nostalgia es un arma de doble filo: parece un antídoto emocional contra la políticos, y precisamente por eso es la mejor herramienta política”. 

La autora se apoya en las reflexiones sobre la nostalgia de grandes escritores. Por ejemplo, es magnífica una cita de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, en la que el autor afirma que “en todas las épocas hubo alguien que, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros ahora era solo un juguete en una esfera de vidrio”. Durante buena parte del libro, la autora cuestiona a través de diversos ejemplos qué deben hacer las ciudades con los monumentos propagandísticos, dado que “los lugares son contextos de los recuerdos, debates sobre el futuro, no símbolos de la memoria o de la nostalgia. Por tanto, en la ciudad los lugares no son meras metáforas arquitectónicas, sino que para los urbanistas funcionan como recuerdos pantalla, proyecciones de recuerdos frustrados”.

La autora pone muchos ejemplos concretos de la gestión de la nostalgia en San Petersburgo, Moscú, Berlín, Praga y Liubliana. Destaca el contraste entre Moscú, que busca rendir homenaje al grandioso estilo imperial del pasado, y San Petersburgo, que persigue la imagen de ciudad-estado europea. De Berlín cuenta que fue tras la caída del muro la ciudad de la improvisación urbana, con influencias orientales y occidentales. Es llamativo el caso del Parque de las Artes de Moscú, que tilda de jardín de las esculturas totalitarias, y la propuesta que hicieron en 1993 los artistas Komar y Melamid para resignificar las esculturas, por ejemplo, poner la escultura de Karl Marx haciendo el pino “en un homenaje a lo que él mismo había hecho con la dialéctica hegeliana” o añadir a la estatua de Feliz Dzerhinsky, director de la Cheka, “unas cuantas figuras de bronce que representaran a aquellos valientes individuos que treparon a sus hombros para colocarle una soga alrededor del cuello aquel histórico día de agosto. 

Hay oros casos muy llamativos como la Catedral del Cristo Salvador, ordenada construir por el zar Alejandro I en 1812 para celebrar la victoria sobre Napoleón, que fue demolida en en tiempos de la URSS y reconstruida después en los 90. O varios casos de Berlín, en cuyo centro cuenta que “cada espacio es un campo de batalla de nostalgias enfrentadas y de aspiraciones de futuro”. Quizá en ningún lugar se simboliza de un modo tan claro el peso del pasado y los debates sobre cómo resignificar los monumentos y edificios de otras épocas como en el vacío en el centro de Berlín donde estaba el Palacio Real (Schloss), que se decidió no reconstruir, y que está frente al Palacio de la República, procedente la era de la RDA, que sigue en pie pero está completamente abandonado. O la campaña nostalgia para mantener el Ampelmann, el hombrecillo de los semáforos de la RDA. 

Aunque el libro tiene algunas referencias a cómo la cultura popular estadounidense alimenta la nostalgia, está muy centrado en Europa, quizá porque, como escribió Milan Kundera, un europeo es por definición un nostálgico de Europa. En este caso, el libro pone el foco sobre todo en la Europa del este, a los que la autora llama “los europeos sin euros”, que además por su historia suelen tener una muy elevada opinión de Europa, como símbolo de libertades. 

En la parte final del libro la autora cuenta la vida y las reflexiones sobre la nostalgia de distintos escritores exiliados como Nabokov. Consideraba el autor ruso que publicó la mayoría de sus obras en inglés que alguno de los remedios contra la nostalgia son todavía más peligrosos que la nostalgia misma. Su literatura está plagada de personajes que sólo se sienten en casa en un pasado que ya no existe. Escribió en su autobiografía: “la nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos, sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida”. Y ya al final del libro, precisamente, siguiendo a Nabokov, la autora establece una diferencia  entre sensibilidad y sentimentalismo. Tras un pasaje en el que hace referencia a Internet y que está algo desfasado (totalmente lógico, claro, dado que la obra es de 2001), la autora concluye afirmando que “puede que el único antídoto eficaz contra la dictadura de la nostalgia sea la disidencia de la nostalgia”, en el sentido de apostar por esa nostalgia reflexiva que no niegue el impacto del pasado en nuestras vidas, pero que se niegue a que ello conduzca a posiciones reaccionarias

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