Empezamos hoy una serie de artículos dedicados a resumir el año que dentro de cuatro días toca a su fin. En España, este 2014 ha sido un año de cambios políticos. Todos ellos llegaron tras las elecciones europeas del 25 de mayo que ganó el PP pero que reflejaron, con la irrupción de Podemos, un partido nuevo liderado por un profesor universitario fogueado en las tertulias televisivas, un vuelco en el panorama político español. Afirmar que todos los cambios vividos en la política de nuestro país este año se deben a Podemos es posiblemente excesivo. Pero no lo es afirmar que el partido liderado por Pablo Iglesias es un síntoma del estado de ánimo de los ciudadanos, entre el hartazgo y la indignación con la clase política y con el sistema en general (lo que Iglesias llama despectivamente "la casta") por los innumerables casos de corrupción que este año han seguido siendo noticia. El hecho de que un partido con un discurso tan rupturista y tan crítico con el status quo lograra más de un millón de votos en las europeas y que ahora se muestre muy fuerte en todas las encuestas indica lo que siente la población española. Sencillamente, asco. Ganas de cambiarlo todo.
Por tanto, no, no podemos decir que la irrupción del partido de Pablo Iglesias explique todo lo que ha ocurrido este año en nuestro país. Pero es un hecho que su aparición es el más claro síntoma del clima social. La mayoría de los ciudadanos está harta. Frente al triunfalismo del gobierno está la realidad de un paro disparado, de familias con problemas para llegar a fin de mes, de personas que pierden su casa, de jóvenes preparados que se ven obligados a buscar en el extranjero lo que no les da su país. Ante este panorama, es razonable que muchos ciudadanos compren el discurso de Podemos, por populista y poco realizables que resulten sus propuestas. Se trata de cambiar, de dar un portazo a los dos grandes partidos, los que en público se tiran los trastos a la cabeza pero después se ponen de acuerdo para establecer las tarjetas black en Caja Madrid y están hasta las cejas del barro de la corrupción (caso de los ERE, Operación Púnica, Gürtel...). La actitud de los partidos tradicionales ante la irrupción de Podemos ha pasado de ignorarlos a pintarles cuernos y rabo de diablo, lo que tampoco ahuyentará a su electorado.
La primera institución en reaccionar ante el clima social de descontento y falta de confianza fue la casa real. El rey Juan Carlos, quien durante muchos años había gozado del favor generalizado de la prensa y del cariño mayoritario de los ciudadanos, perdió apoyos en los últimos años por sus actitudes poco ejemplares, como aquella estupenda idea de marcharse de safari en compañía de su amante mientras en España se vivía una situación extrema. El rey se vio obligado a abdicar, algo a lo que se había negado reiteradamente. La monarquía supo ver que era necesario un cambio, que el descrédito de la clase política se extiende también, y con mucha razón, a la Jefatura del Estado, por la distancia que mostró don Juan Carlos con los problemas reales de los españoles y por el caso Noos, donde están imputados y deberán acudir a juicio la infanta Cristina y su marido Iñaki Urdangarin.
Fue un movimiento inteligente el de la casa real. El rey Felipe VI da una imagen de mayor formación, de modernidad, de cambio. "Una monarquía renovada para un tiempo nuevo", prometió el nuevo monarca en su discurso de proclamación ante el Congreso. Aunque cuenta, como es obvio, con el pecado original de haber accedido al puesto por ser hijo de su padre, por perpetuar un sistema arcaico y que tiene difícil defensa en pleno siglo XXI, Felipe VI ha logrado traer nuevos aires a la monarquía. Su actitud en el desafío soberanista catalán da buena muestra de ello. El rey está decidido a encabezar la regeneración democrática que necesita el país. Al menos, la Jefatura del Estado demostró con la abdicación de Juan Carlos I que ha captado el mensaje, que comprende que los ciudadanos están hartos y quieren cambios.
Después, ya lo saben, llegó la marcha de Alfredo Pérez Rubalcaba, el secretario general con el que el PSOE ha cosechado los peores resultados electorales de su historia. No era el problema Rubalcaba, sino la decepción de los ciudadanos con la incapacidad de los socialistas para proponer unas recetas alternativas a las que ha impuesto el neoliberalismo en toda la zona euro. El PSOE comenzó la senda de recortes sociales que después siguió el PP y eso es algo que millones de votantes socialistas aún no le han perdonado a su partido. Su nuevo líder, Pedro Sánchez, ha mostrado en los meses que lleva en el cargo ser más un cuidado producto de marketing político que un responsable capaz de devolver la confianza de los ciudadanos a su partido. También en Izquierda Unida ha habido cambios, pues Cayo Lara ha anotado el nuevo clima político que se respira en la calle y ha dejado paso a Alberto Garzón, el joven parlamentario que, presumiblemente, será el candidato de la coalición a la presidencia del gobierno el próximo año. Conscientes de que debían mover ficha, Ciudadanos y UPyD negociaron para unirse de cara a las próximas elecciones, pero chocaron los egos de sus líderes y esto hizo imposible el acuerdo de dos fuerzas que ven cómo la fulminante irrupción de Podemos se lo pone francamente difícil para presentarse como alternativa de gobierno al bipartidismo, más aún si concurren por separado a las elecciones.
Buena muestra del desapego de los ciudadanos hacia la clase política es el tributo rendido por miles de personas a Adolfo Suárez cuando falleció en marzo. El primer presidente de la democracia, un actor clave en la Transición española, alguien que supo aparcar su pasado franquista y dejar a un lado las diferencias ideológicas con otros políticos para alcanzar un acuerdo por el bien común, recibió un reconocimiento masivo por parte de la ciudadanía. Suárez reunía virtudes como la responsabilidad, la altura de miras, la disposición al diálogo o el sentido de Estado que ahora cuesta mucho reconocer en la clase política española.
Buena muestra del desapego de los ciudadanos hacia la clase política es el tributo rendido por miles de personas a Adolfo Suárez cuando falleció en marzo. El primer presidente de la democracia, un actor clave en la Transición española, alguien que supo aparcar su pasado franquista y dejar a un lado las diferencias ideológicas con otros políticos para alcanzar un acuerdo por el bien común, recibió un reconocimiento masivo por parte de la ciudadanía. Suárez reunía virtudes como la responsabilidad, la altura de miras, la disposición al diálogo o el sentido de Estado que ahora cuesta mucho reconocer en la clase política española.
2014 ha sido también, por supuesto, el año en el que las tensiones soberanistas en Cataluña fueron más lejos. Y lo que nos queda para el próximo año. Artur Mas siguió con su huida hacia adelante y celebró una pseudoconsulta el 9 de noviembre en la que 1.800.000 catalanes acudieron a los centros de votación para expresar su voluntad de que su región se independice de España. La actitud de las fuerzas soberanistas en Cataluña es tan cerrada al diálogo como la del gobierno central. La distancia se va haciendo mayor mientras nadie propone sentarse a hablar. Es evidente la deslealtad y el infantilismo de los responsables independentistas catalanes, que afirman que todos los males de Cataluña son culpa de España mientras pasan de puntillas por escándalos como la confesión de Jordi Pujol, padre de la patria, quien reconoció haber estado defraudando a Hacienda durante tres décadas. Pero se necesita algo más para salir de este embrollo que la cerrazón del gobierno central.
Tan obvio es que el nacionalismo catalán, fiel a sí mismo, a cualquier clase de nacionalismo, engaña a los ciudadanos como que hay una parte importante de la población catalana que quiere votar sobre su relación política con el resto de España. Y es evidente que hay un problema política que se debe resolver a través de la política. El gobierno central se niega a negociar nada. Se niega incluso a aceptar que existe un problema de enormes dimensiones. Sí, se debe respetar la Constitución. Pero no, no vale esta postura por parte del ejecutivo. Se debe hacer política para resolver este asunto o todo irá a peor. De entrada, no parece nada descabellado que el próximo año se convoquen elecciones autonómicas en Cataluña. En ellas, las encuestas hablan de una victoria de ERC, el auténtico partido soberanista, el que ha tutelado el gobierno de CiU sin quemarse por la gestión.
Este año ha dejado otras muchas noticias. En lo estrictamente político, por ejemplo, dos marchas del gobierno, las dimisiones de Alberto Ruiz Gallardón, atrapado por su ceguera a la hora de intentar sacar adelante una restrictiva ley del aborto que hubiera atrasado a España tres décadas en el tiempo, y de Ana Mato, atrapada por su propia incompetencia y por su vinculación con el caso Gürtel. 2014 ha sido también el año del triunfo de la marea blanca en Madrid frente al gobierno regional, logrando paralizar los planes de privatización de la Sanidad. Ha sido el año en el que, como comentábamos arriba, el triunfalismo exacerbado del gobierno a la hora de hablar de la crisis (que para el presidente Rajoy forma parte del pasado) ha chocado con la realidad.
Y por último, aunque sé que nos dejamos cosas en el tintero, ha sido el año de la desvergüenza en la frontera española en Melilla. El año en el que el gobierno ha decidido mantener las concertinas en la valla para rasgar la piel de seres humanos indefensos que buscan una vida mejor. El año en el que la Guardia Civil ha disparado con bolas de goma contra personas asustadas que intentaban llegar a nado a la costa española, provocando la muerte de ocho de esas personas sin que nadie haya respondido por ello. El año en el que se ha mantenido la racista y repugnante discriminación que expulsa del sistema sanitario español a las personas inmigrantes. El año, en fin, en el que los Derechos Humanos han seguido siendo vulnerados de forma flagrante por el Gobierno español en materia de inmigración.
Comentarios