Leí 1984, de George Orwell, hace unos años, tal vez demasiado para comprender entonces todo el significado de aquella distopía. Nunca es mal momento para volver a aquella novela, de la que recuerdo el impacto que causa en el lector la recreación, en bastantes aspectos no tan inverosímil, del omnipresente gran hermano que todo lo ve, la política del pensamiento... Aquella lúcida crítica a los totalitarismos y aquella alerta temprana, la novela se publicó en 1949, sobre algo que ahora está en plena actualidad como es la falta de intimidad, la cesión de espacios cada vez más amplios de libertad a un Estado todopoderoso.
Admiro mucho a las personas honestas e íntegras que se comprometen en aquellas causas que consideran justas, a aquellos intelectuales que ejercen como tal y que alzan la voz contra las injusticias allá donde se produzcan y lleguen bajo el manto protector de la ideología que sea. Por eso, es creciente mi admiración por George Orwell, un autor que supo ver desde pronto la dictadura cruel en la que el sueño de la revolución bolchevique en Rusia se estaba convirtiendo. Incomprensiblemente, no pocos pensadores de aquella época respaldaron sin fisuras a la Unión Soviética, algo que brindó el bochornoso espectáculo de ver a personas inteligentes defender o justificar las detenciones o incluso las ejecuciones políticas en la URSS, todo porque aquel país, decían, representaba un ideal de la dictadura del proletariado. Como si los regímenes autoritarios se diferencian en algo al catalogarse de izquierdas o de derechas. Como si todas las dictaduras no fueran igual de repulsivas y represoras. Aún hoy, hay políticos y pensadores izquierdas pero justifican o minimizan la crueldad y la indecencia de los regímenes autoritarios que se dicen de izquierdas, como si sus presos políticos o sus censuras fueran menos graves que las de las dictaduras "de derechas".
Orwell no fue como esos intelectuales de izquierdas que simpatizaron con la Unión Soviética y no tuvieron el valor ni la categoría moral de discrepar del proyecto de este país cuando derivó en la repugnante dictadura en la que se convirtió. El autor británico sí lo hizo. Porque quien defiende la libertad y la democracia se opone a cualquier clase de dictadura, por mucho que esta proceda de una revolución popular o reivindique unos principios que, en realidad, pisotea a diario. Entre mis deseos más codiciados actualmente se encuentra un libro en el que se recopilan artículos y ensayos de George Orwell. Alguien con el valor de alzar la voz contra la Unión Soviética en círculos que aceptaron sin la menor discrepancia las bondades ficticias de aquel régimen, alguien que denunció cualquier clase de dictadura y supo reflejar con maestría en los años 40 el proceder habitual de todo tipo de régimen autoritario es un autor fascinante que maravilla por su lucidez y honestidad. Este libro, Ensayos, editado por Debate, es una amplia antología de las reflexiones de Orwell que espero caiga pronto en mis manos.
No me gustan los intelectuales que arremeten con severidad contra aquellos que no son de cuerda política pero están siempre dispuestos a defender a los suyo, aunque cometan delitos. No me agradan aquellos escritores presuntamente comprometidos que critican a una jueza porque ha decidido investigar los presuntos trapicheos de un gobierno de políticos de su ideología. No me dicen nada estos ensayistas previsibles que jamás aceptaron errores en el partido con el que simpatizan. Quienes valen la pena son aquellos capaces de denunciar lo intolerable allá donde se produzca y de alabar los aciertos se den donde se den. Por eso, de quienes hemos de aprender, a quienes debemos intentar aspirar si quiera a parecernos, es a personas como Orwell, que en el prólogo de Rebelión en la granja, novela de la que prometo hacer una reseña en este artículo, aunque vayamos ya por el cuarto párrafo y aún no haya escrito nada de ella, escribe que "si la libertad significa algo es el derecho de decirle a alguien lo que no quiere oír".
Rebelión en la granja es una fábula satírica en la que Orwell desnudó en 1945 a la Unión Soviética y a las repulsivas prácticas de Stalin. En la novela, los animales de una granja se rebelan contra el señor Jones, que sería el zar Nicolás II de Rusia, derrocado en la revolución bolchevique. Los cerdos, la clase dominante entre los animales, los Lenin, Stalin y compañía, lideran al resto de miembros de la granja en aquella rebelión. En un principio, los animales están felices, pues al fin se han liberado de la opresión de los seres humanos, es decir, de los zares en esta magistral analogía entre la fábula de la novela y la realidad de la Unión Soviética y, por cierto, de cualquier otro país donde haya habido o exista aún una dictadura. Desnuda Orwell a los tiranos otrora líderes populares y el modo indecente en el que se apropian de una revolución y manipulan a los ciudadanos en su favor.
Hay pasajes memorables en esta novela. Al comienzo de la revuelta, los animales deciden escribir siete reglas en la pared. Es revelador cómo estas normas van variando, se amoldan para que los cerdos, con Stalin (el cerdo Napoleón) al poder, puedan ir teniendo más y más privilegios. Al final, la única norma que queda en la pared es "todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros". Brillante es también cómo representa el autor a los ciudadanos que aceptan la manipulación de los poderosos en la figura de las ovejas, y también el modo en el que aparece representado Trotsky (Snowball), al principio leal compañero de Stalin (el cerdo Napoleón) hasta que este decide quitárselo de encima. Comienzan las ejecuciones, la represión, la ausencia de libertad. Pero el apartado de propaganda del Estado está siempre ahí para recordar que ahora viven mejor que bajo la tiranía de los humanos y que ahora hay mucha más comida. "Preferirían más comida y menos cifras", escribe el autor en un momento de la obra en la que los cerdos al servicio de Napoleón manipulan la información de las cosechas para intentar demostrar a los animales que tiene hambre que, en realidad, ahora hay más alimentos que nunca.
Es una obra sublime, de lectura obligada. Sigue en su fábula la evolución fiel de lo que sucedió en la Unión Soviética, pero es una obra que retrata a la perfección la forma en la que los ideales y las revoluciones se corrompen al servicio de unos pocos. En Rebelión en la granja, Orwell sabe captar con maestría algo que sucede allá donde una élite se apropia de una revuelta popular. Lo vemo en Cuba con Fidel Castro, por ejemplo. Es siempre lo mismo. Quienes un día lideraron al pueblo para combatir a una élite poderosa terminan convirtiéndose en una élite igualmente poderosa, tiránica y represora. El final de la novela, en este sentido, es formidable, cuando se representa en una mesa a Stalin con el señor Fedrerick, que simboliza a Hitel, con quien Stalin (el cerdo Napoleón) firmó un tratado de no agresión. Cuenta Orwell que los animales de la granja, al ver esa escena, no logran distinguir entre los cerdos y los humanos. Perfecta metáfora de la perversión del poder, de la repugnante forma en la que aquellos que dicen defender al pueblo y representarlo se sirven de presuntos ideales bellos para tiranizarlo. El cerdo termina siendo igual que el antiguo amo de la granja, del mismo modo que los líderes de tantas y tantas revoluciones se convierten en los dictadores contra los que combatieron. Cuánta falta hacen autores como Orwell en nuestros días. Cuánto aprendemos de ellos y qué necesarios son siempre por su actitud crítica y siempre comprometida. Y qué poco frecuentes eran en la época de Orwell y lo son en la actualidad.
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