Cerca de 300 personas subsaharianas llegaron ayer a las costas de Tarifa en la que se ha calificado, no sin cierto exceso en el uso del término y con evidente falta de sensibilidad hacia el drama de estas personas, como la mayor avalancha de inmigrantes irregulares que llega a España desde 2010. El refuerzo de los controles en Ceuta y Melilla, cuentan las autoridades, llevó a las mafias que trafican con personas y a quienes sueñan con una vida mejor en Europa, o sencillamente con una vida, a buscar vías alternativas e intentar llegar a España a través del estrecho. 29 embarcaciones, algunas de ellas lanchas hinchables, fueron interceptadas ayer cerca de las costas de Cádiz. Entre los ocupantes de las precarias barcas se encontraban dos bebés, un niño pequeño y una embarazada.
El de la inmigración es un drama que no cesa por una sencilla explicación: las desigualases no hacen sino aumentar y siempre buscarán las personas que pasan miseria y que sufren hambre llegar a un lugar donde puedan intentar vivir con las más elementales condiciones que todo ser humano merece. Conmueven las noticias de inmigrantes que llegan a nuestro país, sobre todo por las historias personales que intuimos detrás de cada miembro de esas embarcaciones. Aterra que se hayan tenido que dejar un dinero que no tenían para pagar a sucias mafias que trafican con sueños. Entristece que se hayan visto obligados a dejar atrás a su país y a su gente para buscar una vida en Europa. Apena que se jueguen la vida en embarcaciones precarias en pos de ese sueño, de ese lujo que es para ellos vivir dignamente.
Lo que más conmueve de este drama es la espantosa indiferencia con la que en muchas ocasiones abordamos desde Occidente la situación de estas personas y el contraste entre su mundo y el nuestro. Así, más de la cuenta se deshumaniza esta tragedia, esta situación que a todos debería avergonzarnos e empujarnos a actuar. Se dan cifras, se habla de ilegales, se hacen gráficos en los que cada vida es un puntito o un número que engrosa el diagrama de barras que nos refleja que esta "avalancha" es la mayor desde no sé cuándo. Esto contribuye a deshumanizar el problema, a cosificar a los inmigrantes. Para algunos medios esas personas, que se están jugando la vida, que arrastran penosos dramas fruto de la desigualdad de este mundo, son sólo eso, inmigrantes. Ilegales, por supuesto. Gente que supone una amenaza a nuestra seguridad, que satura los centros de internamiento, que nos desbordan. Confundimos el foco y pensamos, con odioso egoísmo, que el drama de la inmigración es un problema fundamentalmente para nosotros, una cuestión de orden público. Nada de eso. Es, sobre todo y ante todo, un drama humano de esas personas. Ellos son quienes importan y sus situaciones de vida las que desde el mundo desarrollado debemos intentar mejorar, porque sólo así podrán vivir dignamente y no tendrán que jugársela atravesando el estrecho en barcas hinchables.
Entristece y llama a la reflexión el contraste entre nuestro mundo y el de esas personas. Empezando por el objeto que emplean para llegar a España. Una barca hinchable. De esas que los niños utilizan en verano en las playas para divertirse con las olas. Esa misma pobre y maltrecha embarcación que tantas infancias alegra en las playas españolas, que a tantos niños hace disfrutar en verano, es la misma en la que se montan otros niños, estos pobres, que no han tenido la suerte de nacer donde nosotros, para jugarse la vida camino de una incierta aventura en la próspera Europa. Imposible no pensar que vivimos en una sociedad donde la barca de juguete con la que se divierten los niños del primer mundo es igual a aquella en la que atraviesan el estrecho de forma precaria y peligrosa los niños del llamado tercer mundo.
El contraste entre los dos mundos es constante. Esa playa a la que buscan llegar los inmigrantes es la misma en la que veranemos. En alguna ocasión hemos visto esa poderosa imagen, esa metáfora de nuestro tiempo, de la injusticia de nuestro mundo. Veraneantes occidentales despreocupados gozando de sus vacaciones en la playa que se encuentran con la llegada de subsaharianos deshidratados y muy débiles después de haber cruzado el estrecho en pobres barcazas. El contrate brutal entre quienes gozan de su tiempo de vacaciones y los que no saben qué es eso, porque no siquiera saben qué es una vida digna.
Los inmigrantes que llegaron ayer a Tarifa aprovecharon para su odisea marítima la súper luna. Ya saben, la noche del domingo al lunes fue la segunda del año en la que la Tierra está más cerca del satélite y eso ofreció un portentoso espectáculo con una luna inmensa. Ese espectáculo bellísimo, esa atracción para hacer fotos con nuestros teléfonos de última generación o nuestras cámaras de alta resolución, esa distracción para nosotros fue la motivación para echarse al mar de quienes no tienen otra que afrontar una penosa travesía por el estrecho para intentar llegar a Europa, esa tierra prometida en la que sueñan dejar atrás sus miserias. Mientras aquí mirábamos despreocupados hacia el cielo para ver la súper luna, en un lugar de África personas muertas de miedo subían a barcas hinchables para buscar una vida mejor. Hoy nosotros seguiremos con nuestra vida mientras esas 299 personas lamentarán no haber tenido éxito en su travesía y pensarán tal vez ya en cómo intentarlo la próxima vez.
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