El apagón de la fragilidad, el civismo y la radio


La literatura tiene el poder de ser premonitoria, incluso cuando no se lo propone. Cuando hace una semana Álvaro Pombo situó la fragilidad como el hilo conductor de su discurso de aceptación del premio Cervantes, lógicamente, el escritor no podía saber que la península ibérica se iría a negro sólo unos días después. Y, sin embargo, hoy ese discurso resuena de un modo especial. En él, Pombo dijo que la fragilidad es quizá el gran tema de toda vida humana y de nuestro tiempo. Fragilidad en sentido amplio. Física, desde luego, pero no sólo, también la que genera un mundo cada vez más ininteligible. Un mundo, por ejemplo, y esto no lo dijo Pombo pero de golpe lo pensamos seguro muchos ayer, en el que en apenas cinco segundos dos países europeos enteros, salvo sus islas, sufren un apagón masivo que los deja sin electricidad. Cinco segundos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Ya. 

Damos por hecho que al pulsar el interruptor se encenderá la luz y al abrir el grifo saldrá agua. Contamos con que funcionará todo lo que tiene que funcionar para que aquello que damos por sentado ocurra. Y casi siempre lo hace, claro. Hasta que no. Y se deberá investigar para que no vuelva a ocurrir, por supuesto. Pero el hecho es que, de nuevo, tras la pandemia, la dana y tantos hechos históricos concentrados en muy pocos años, pero también tras esas sorpresas y esos sustos de cada uno y de nuestras familias, tras esos resultados extraños de unos análisis o ese sobresalto repentino, ayer volvimos a ser conscientes por unas horas de nuestra fragilidad. La nuestra y la de este mundo nuestro. 

Rápidamente pensamos en las personas atrapas en ascensores, en los trenes detenidos, en el riesgo de accidentes en carretera sin semáforos, en las situaciones de agobio y angustia. Hoy hemos sabido que; al parecer, hay cinco muertes que podrían estar relacionadas con el apagón. Automáticamente, quisimos ponernos en contacto con la gente querida para saber si estaba bien. No había razón para pensar lo contrario, pero resultó inevitable intentar llamarlos de inmediato, ante esa situación excepcional y la tendencia humana a ponernos en lo peor cuando ocurren cosas así. 

De pronto, en este mundo acelerado y de prioridades confundidas, emergió con meridiana claridad lo importante. En quiénes pensaste en ese momento. Ahí está todo. No se trata de romantizar el apagón, por supuesto. Si puedo elegir, prefiero que haya electricidad. Pero en situaciones así suele salir lo mejor de la mayoría de la gente y volvió a ser el caso. Fue una jornada de civismo, con escenas de esas que te reconcilian con la humanidad. En las películas apocalípticas, cuando pasa algo así, hay escenas de pánico y pillaje. Nada de eso ocurrió ayer. La gente actuó, en su inmensa mayoría, con serenidad, incluso con el irrenunciable humor a raudales. Muchos echaron una mano en lo que pudo. Hubo conductores que acercaron a casa en coche a desconocidos. Gente que llevó comida a estaciones. Un orden casi modélico en las calles de las ciudades sin ley, pero con civismo. El único pero, una vez más, fueron los bulos, una lacra, pero el lo que concierne a la inmensa mayoría de la población, la actitud fue modélica. Y también gente que se echó a los parques, porque hacía muy buen día, no podían trabajar, en casa no hacían nada y mejor esperar noticias acompañados en un buen ambiente. Es para sentirse orgulloso de esa reacción ciudadana.

Después de lo vivido en la pandemia, aquella de la que íbamos a salir mejores, ja, es conveniente recelar de los propósitos de aprendizaje y mejora tras la distopía de ayer. Lo más realista es pensar que nada cambiará demasiado, seamos sinceros. Pero ayer pensé, por ejemplo, en cómo la extrema hiperconexión en la que vivimos agravó también la angustia y la ansiedad por no tener localizada a nuestra gente querida. Porque, acostumbrados como estamos al WhatsApp con respuesta inmediata, un apagón así nos intranquiliza todavía más. Pensé también en que lo ocurrido nos debería llevar a ser consciente de nuestra ignorancia, de todo lo que desconocemos. En este caso, sobre el sistema eléctrico. También sobre la necesaria cultura de la prevención ante las emergencias, de las que ya hablamos tras la terrible dana de hace seis meses. Una actitud que contrasta con las gracietas y las chanzas por el kit de supervivencia. 

Ojalá de verdad aprendamos algo, intentemos entender más este mundo, comprendamos más nuestra fragilidad y, por favor, no caigamos en el politiqueo barato. No pinta bien.

Mencionaba en el título a la radio porque, en efecto, ayer fue el día de los transistores. Sin electricidad, y por lo tanto sin tele, y también con la cobertura móvil muy frágil, inexistente en la mayoría de los casos, y por lo tanto sin Internet, quedaba la radio, siempre la radio. Me decía hoy un amigo, amante de la radio como yo, que le empalaga un poco el amor propio de este medio, esa mística, ese romanticismo que lo envuelve siempre, ese afán por autoelogiarse y reivindicarse. Puede que no le falte razón, pero bien está que la radio demuestre en días así lo que es siempre: un medio único, con una cercanía con el oyente inimaginable para otros medios y con una capacidad sin igual de mantenerse operativa y cercana en cualquier circunstancia. Un aparato de radio de toda la vida no puede faltar y ayer se acabaron en las tiendas antes que las linternas. La gente buscaba información. Por las calles, cuando se escuchaba una radio, todos ralentizábamos el paso y preguntábamos por las novedades. 

Si la del 23-F fue la noche de los transistores, ayer fue el día de los transistores, otra jornada histórica más con la radio presente. Ojalá nos tomemos un descanso largo ya de jornadas históricas, que vamos demasiado bien servidos, pero cuando llegue otra, ahí estará la radio. Y a cada hora de cada día normal (bendita normalidad), también, marcando el pulso de la vida como no hace ningún otro medio. 

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