La Sylphide

 


Cada vez que disfruto con un ballet clásico pienso en lo que impresionante que resulta que tanto tiempo después la obra siga emocionando. La Sylphide de August Bournonville que ha interpretado estos días la Compañía Nacional de Danza en el Teatro de la Zarzuela se estrenó en 1836 y está basada en una obra de 1822. Dos siglos después la sociedad ha cambiado mucho, claro, pero la misma historia, la misma coreografía y la misma música siguen emocionando exactamente igual al público. Y no tengo dudas de que lo seguirá haciendo en el futuro. Es algo sobrecogedor cuando algo así ocurre, cuando constatas que estás disfrutando de algo que se llega disfrutando tanto tiempo y que se concibió cuando el mundo era otro. Esa herencia cultural, ese hilo, esa universalidad.


Mientras me atrapa la belleza del ballet pienso en qué convierte en clásica a una obra, en qué cualidades debe tener un ballet para resistir así el paso del tiempo. Porque es sobre todo eso, lo que tienen de intemporal los clásicos, lo que los hace únicos. Qué obras perviven y cuáles no, quién lo decide y cómo, daría para otro largo debate, claro. Desde luego, se entiende perfectamente el impacto de La Sylphide desde su estreno y también que siga siendo llevada a los escenarios. Cuenta Roger Salas en el magnífico texto introductorio a la obra en el programa del ballet, Hans Brenna llegó a decir que todos los ballets que vinieron después son, en alguna medida, La Sylphide. Inevitablemente, uno también se pregunta si alguna obra cultural de hoy en día seguirá atrayendo al público dentro de dos siglos. 


La obra, maravillosa, demuestra una vez más que la Compañía Nacional de Danza dirigida por Joaquín de Luz está en plena forma. Es una obra no demasiado extensa (30 minutos el primer acto y 40 minutos el segundo) y que se hace aún más corta porque todos sus elementos, empezando por coreografía, claro, pero siguiendo por la música, el vestuario y la impresionante escenografía, cautivan al espectador. 


Comienza el primer acto con el telón aún bajado y con la Orquesta de la Comunidad de Madrid con dirección musical de Daniel Capps interpretando la deliciosa música que acompañará en directo el ballet. Es una forma espléndida de predisponer al espectador, porque anticipa lo que está por venir. Cuando sube el telón lo primero que llama la atención es la escenografía, de cuyo diseño se encarga Elisa Sanz. También el vestuario (Tania Bakunova) y la puesta en escena (Petrusjka Broholm) son impecables. 


Se trata de un ballet muy narrativo, que cuenta una historia, sin palabras, claro, con los pasos y los gestos, con la interpretación de los bailarines. Comienza la acción en un salón lujoso en Escocia en el que James, que duerme en un sueño, es despertado por un beso de la Sylphide, que le deslumbra hasta el punto de dudar de su futuro matrimonio con Effy. Por ahí andan también Gurn, un joven que está enamorado de Effy, y la bruja Magde, un personaje clave de la historia. El ballet, hijo de su tiempo, emblema del pedido romántico, habla de amores apasionados, imposibles, de sueños.  El segundo acto transcurre en un bosque, donde se acelera la acción y esos 40 minutos finales pasan volando. 


Es fantástica, en fin, esta versión de La Sylphide que estrena por primera vez la Compañía Nacional de Danza, que me ha regalado muchos de los mejores momentos que he disfrutado este año en un teatro. Por cierto, de vuelta a la comparación con el siglo XIX cuando se estrenó la otra, también pensé que seguro que entonces había espectadores que tosían, llegaban tarde o habían ruido, pero lo que seguro que no ocurría, por motivos obvios, era que hubiera espectadores que sacaran de repente su teléfono móvil, porque no siempre el paso del tiempo trae necesariamente progreso. Lo bueno es que, al menos, los clásicos perduran. 


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