Regreso a Roma

Hace 19 años, cuando aún no había cumplido 17, hice mi primer viaje fuera de España. Fue a Italia con el instituto, el típico e inolvidable viaje de fin de curso. Si, según la canción, 20 años no es nada, 19, todavía menos. Con todo, lo reconozco, ha pasado mucho tiempo desde que conocí Roma y al volver ahora me ha fascinado como si fuera la primera vez. Como me dijo una amiga, los restos históricos no han cambiado en estas casi dos décadas, claro, todo sigue en su sitio, pero yo sí he cambiado mi mirada y creo que lo he disfrutado y apreciado todo mucho más. En aquel tiempo del instituto tenía un profesor de lengua y literatura que nos animó a escribir un diario en el que habláramos y opináramos de lo que quisiéramos, pero argumentando nuestra opinión, no diciendo un escueto “está bien, me ha gustado”. Con aquel ejercicio empecé a escribir de esto y de aquello y en esta vuelta a Roma tanto tiempo después lo he recordado con cariño, así que intentaré que esta crónica del blog vaya más allá del “está bien, me ha gustado”, porque Roma, qué está bien, mucho más que bien, y que me ha fascinado, merece más que cuatro frases hechas.

Al visitar la Capilla Sixtina, abrumado ante semejante concentración de belleza, pensé que, de algún modo, con Roma en conjunto sucede lo mismo. Porque Roma abruma. Uno tiene la sensación de que es imposible disfrutar todo lo que te ofrece, porque hay belleza por todos lados, así que lo mejor es abrazar esa sensación de que, inevitablemente, algo se te escapa, algún detalle de esa obra maestra de Miguel Ángel, algún rincón de la ciudad eterna, pero que lo importante es eso que te está haciendo sentir. La relación de Roma con el tiempo es también ejemplar. Ayuda a ponerlo todo en su sitio, a verlo con la distancia adecuada.

Por cierto, en la Capilla Sixtina se reclama silencio y está prohibido tomar fotos. Aunque haya carteles por todas partes y los guías lo recuerden, la gente habla por los codos y a cada rato alguien intentas sacar el móvil para hacer una foto. Es imposible que contemplar ese contraste entre la actitud impropia de tantas personas y la sublime armonía de la obra que se contempla allí y en todos los Museos Vaticanos no te haga pensar. Por ejemplo, cómo es posible que parezcamos incapaces de disfrutar algo sin más, sin necesidad de inmortalizarlo en una foto tomada deprisa y corriendo con el móvil. 

Otro pensamiento al que este viaje de regreso a Roma me ha llevado es preguntarme qué dejará nuestra civilización, qué dejaremos que pueda ser contemplado por generaciones futuras, si es que queda algo que enseñar si seguimos siendo incapaces de combatir el cambio climático y tomarnos en serio la emergencia que supone. Pensé entonces que quizá el mayor reto, en lo relativo al patrimonio pero también, por supuesto, al medio ambiente, es preservar lo que tenemos, lo que las generaciones y las civilizaciones anteriores nos legaron. La modernidad es también, o sobre todo, saber respetar lo creado siglos antes que nosotros, que nos interpela, emociona, sorprende y fascina. 

La guía con la que visitamos los Museos Vaticanos nos contó que la Basílica de San Pedro, siempre impresionante, con la Piedad de Miguel Ángel y tantos otros lugares que te hacen detener y te dejan boquiabierto, es moderna. Del siglo XV, es decir, claro, modernísima, de ayer mismo para una ciudad de una historia milenaria como Roma. La basílica de lo que hoy es un Estado independiente, El Vaticano, se levantó sobre otra del siglo IV. De las mil y una historias de la basílica, me encantó el respeto reverencial de Miguel Ángel por el Panteón, esa admiración por las obras clásicas, todo lo contraria al adanismo que tan a menudo encontramos hoy en día, como si la historia hubiera empezado ayer por la mañana. También, claro, el contraste entre los papas que sabían apreciar el arte y quienes sólo veían en ciertas esculturas o frescos a cuerpos desnudos, incapaces de mirar más allá de sus prejuicios. 

Esa sensación de preguntarse qué dejaremos nosotros al futuro se acrecienta aún más, claro, al visitar el Coliseo y el Foro Romano. En general, cualquiera de los restos de la época de la antigua Roma. Porque todo lo que se diga sobre el asombro de lo creado en aquel tiempo, de su ingenio y brillantez, de su admirable y prodigiosa técnica arquitectónica, se queda corto. Impresiona, claro, el Coliseo, llamado así por la gigantesca escultura ordenada por Nerón y que después sus sucesores decapitaron y dedicaron a un dios y que situaron justo en la puerta del anfiteatro que hoy conocemos como Coliseo porque era el lugar donde estaba el coloso, esa figura. Pan y circo, porque los espectáculos de gladiadores eran una forma de ejercer y mostrar el poder de Roma, de tener entretenido al pueblo, pero también admirable construcción que sigue en pie y que ya se adelantó a todo lo que hoy usamos para construir estadios de fútbol o teatros. Todo estaba inventado, por ser rigurosos, incluso antes de los romanos, claro, porque ellos se apropiaron de muchos de los inventos de los griegos, pero supieron preservarlos y mejorarlos. No se trata, claro, de obviar que en aquel tiempo había esclavos, es decir, personas que no eran ni siquiera consideradas ciudadanos. No se trata de admirar de forma acrítica aquel tiempo, pero desde luego hay mil y un elementos que fascinan, como por ejemplo el hecho de que Roma contara con alcancarillado desde el siglo IV antes de Cristo, cuando ciudades como Londres no lo tuvieron hasta el siglo XIX. Este sistema antiguo sigue funcionando en Roma y, al parecer, mejor que el moderno. 

Podría hacer una lista interminable de lugares imperdibles de Roma (la plaza de España, la plaza Navona, la Fontana de Trevi, el barrio del Trastevere, el Moisés de Miguel Ángel en la iglesia de San Pietro in Vincoli, la Villa Borghese y la Villa Médici, el Circo Máximo, las mil y una iglesias, las siete colinas, el Panteón, la vista desde El Vaticano de la radio más antigua del mundo...). En fin, a nadie se le va a descubrir todo lo que ofrece Roma a estas alturas. Tampoco descubriré nada si hablo de la gastronomía, claro. O de la belleza de escuchar italiano, ese idioma tan musical y bello. 

Si tuviera que resumir con dos ideas lo que más he disfrutado estos intensos días en Roma, este feliz reencuentro con la ciudad dos décadas después de aquel primer viaje diría: los paseos y los contrastes. Los paseos, porque patear la ciudad y pasear de un lugar a otro, sin rumbo fijo, caminando por sus calles empedradas, descubriendo rincones y callejuelas, plazas y recovecos encantadores, es sin duda uno de los mejores placeres que ofrece la ciudad. Y contraste también, sí, porque Roma, esa ciudad con una historia abrumadora, que contiene en su interior al Estado del papa, es la ciudad de la tradición, no puede ser de otra forma, pero también es una ciudad moderna. Solemne y festiva, bella y caótica, armoniosa y agitada, calmada y ajetreada. Roma, como todo aquello que más vale la pena en el mundo, como las mejores ciudades, como todo lo que hace mejor la vida, es un poco una cosa y la contraria, es una pura contradicción, un contraste permanente. Roma, ciudad eterna, es pura verdad, historia en cada rincón, todo lo que ninguna inteligencia artificial podría crear ni explicar en modo alguno. No volverán a pasar 19 años antes de regresar. 

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