Los alérgicos al diálogo

No es precisamente novedoso que la crisis política en Cataluña tiene mucho que ver con el hecho de que, allí y aquí, hay demasiadas personas que parecen vivir bien en la confrontación permanente y que tienen alergia al diálogo. No descubrimos nada si afirmamos que entre los más convencidos independentistas y los más decididos nacionalistas españoles no hay excesivas diferencias, en muchos sentidos. Hablamos, claro, de los más radicales de ambos lados y, por supuesto, partiendo de la base de que las leyes están para cumplirlas y, si no gustan, para intentar cambiarlas por los cauces reglamentarios. Saltarse la ley nunca es una opción. Punto. Eso está claro, sólo faltaría. Más allá de eso, hablo del modo en el que unos y otros, los alérgicos al diálogo de aquí y de allí, miran al de enfrente, como deseando que no existieran, ignorando su presencia o sencillamente despreciando todo lo que hacen y dicen.


Hay parecidos entre ambo extremos, sí, porque resulta que quienes dicen atacar el nacionalismo terminan abrazando otro nacionalismo, sólo que, como es el suyo, lo llaman patriotismo y se quedan tan anchos. Quienes no pueden ver ni en pintura una bandera determinada, llena sus balcones y hasta sus muñecas de otra bandera distinta. Todo eso, ya digo, no es nuevo, como no lo es tampoco que de forma irresponsable los gobernantes de Cataluña llevan demasiado tiempo gobernando (es un decir) sólo para una mitad de la población, la que piensa como ellos, alimentando una crispación social que sólo conducirá a la frustración a millones de personas.  

No es nuevo que hay demasiadas personas, allí y aquí, con más ganas de alimentar el conflicto, porque básicamente han hecho de él su razón de vivir, que de intentar resolverlo, porque a lo mejor hasta tendrían que empezar a hacer política y trabajar de verdad, y todo. Sin embargo, pocas veces se percibe con tan meridiana claridad esa alergia al diálogo en ambos extremos como con dos noticias de las últimas semanas. De un lado, los CDR, autodenominados comités de defensa de la república (catalana, se entiende), hacen un escrache a Gabriel Rufián, diputado de ERC defensor de la independencia, por abstenerse en la investidura de Pedro Sánchez. Del otro, un nutrido grupo de artículos de opinión de distintos medios editados en Madrid se lleva las manos a la cabeza porque el nuevo presidente de Sociedad Civil Catalana, el principal grupo antiindependentista, haya dicho que quizá habría que intentar dialogar con la otra mitad de la población catalana. 

En ambas reacciones se aprecia un cierto miedo a que algo se desbloquee, a que se pueda avanzar y superar este conflicto político permanente. Qué digo cierto miedo, hay auténtico pavor a todo lo que suene a diálogo, a conciliación, a reencuentro, a soluciones políticas que combatan problemas políticos, por supuesto, sin que eso signifique que no siga su curso la acción de la justicia, naturalmente, que habrá de dilucidar las responsabilidades de los líderes independentistas en la proclamación de la república catalana hace dos años, y en el resto de presuntos delitos de los que se les acusa. Los CDR no conciben ese giro de Rufián, su disposición a facilitar la formación de un gobierno encabezado por Pedro Sánchez, que apoyó la aplicación del artículo 155 en Cataluña, porque desean vivir en esta crisis continua. ¿De qué vivirían si hubiera un acuerdo aceptado por la mayoría de españoles y catalanes? ¿Qué harían con su tiempo si se reconstruyera la convivencia dañada y empezara a ponerse el acento en lo que une más que en lo que separa? Como buenos pirómanos, no les sirve otra actitud ante unas llamas que avivarlas, nunca echar agua encima para intentar detener el incendio. 

Algo parecido se puede afirmar de quienes censuran la osadía de Fernando Sánchez Costa, nuevo presidente de Sociedad Civil Catalana, de plantear la pertinencia de dialogar con los dos millones de catalanes independentistas. De nuevo, miedo, pavor auténtico a que se tiendan puentes y se supere el escenario del choque frontal y permanente, de la negación del otro. No parecen concebir quienes tan disgustados se encuentran con las recientes declaraciones de Sánchez Costa la opción de que esas personas independentistas, que son sus amigos, familiares o vecinos, no van a desaparecer de la noche a la mañana ni van a dejar de pensar como piensan. Los artículos de opinión y editoriales críticos con Sánchez Costa muestran auténtico estupor por la posibilidad de que se hable con la otra mitad de la población catalana y que se plantee una salida distinta a exigirles propósito de enmienda a esos dos millones de personas. Pero lo peor de todo es que de verdad parece que algunas personas de este lado sólo estarían dispuestos a hablar con la otra mitad de la población que no piensa como ellos si estos dos millones de personas reconocieran compungidos su error y pidieran perdón en alguna clase de ceremonia en una plaza pública. Eso no va a pasar. Es obvio que el independentismo catalán ha alimentado permanentemente la confrontación y el choque, pero resulta que esos partidos tienen dos millones de votantes. El independentismo no es Puigdemont o Torra, son todas esas personas. ¿Qué plan hay para que esas personas se replanteen su postura sobre la relación entre Cataluña y el resto de España? ¿No merece la pena intentar encontrar puntos de unión que arrinconen a los más radicales?

Sánchez Costa reconoce que su postura "puede no ser habitual, pero tiene sentido antropológica, sociológica y políticamente, porque no se puede decir solo un 'no' a la reivindicación de dos millones de personas que habrá sido más o menos inducida o provocada por el poder, pero que es real". ¿De versad hemos llegado a un punto en el que plantear esto es algo escandaloso? ¿En serio tienen que ser los más radicales, los más alérgicos al diálogo y los que más cómodos parecen vivir en la confrontación continua quienes lleven la voz cantante aquí y allí? A veces da la sensación de que hay personas en Cataluña que quieren deteriorarlo todo más y más, sin la más mínima responsabilidad, sin ningún remordimiento, sin importarles lo que destrozan a su paso. También parece que hay personas en el resto de España que no proponen nada ante el independentismo catalán, como si de verdad pensaran que dos millones de personas se han vuelto locas y no hay nada que hablar con ellas, sólo cerrar los ojos y desear muy fuerte que algún día se den cuenta de su error. Pedir hacer política a la clase política catalana y española es pedir un imposible, pero da rabia que las voces más moderadas de allí y de aquí sean las primeras en silenciarse. ¿Por qué se impone el ruido de quienes alimentan por intereses espurios la confrontación? ¿Por qué se ve como un síntoma de debilidad la disposición a hablar con el que piensa diferente para buscar un acuerdo? Qué difícil es resolver un problema cuando hay tanta gente empeñada en prolongarlo en el tiempo. 

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