La espantosa muerte de Julen, el niño de dos años que cayó a un pozo en Totalán (Málaga) y cuyo complejo rescate se ha narrado minuto a minuto en webs y televisiones, ha conmocionado a toda España. Es un suceso horrible, una angustia inimaginable para sus seres queridos, una tragedia. La solidaridad de muchas personas con la familia del pequeño y la entrega de todos los profesionales que han participado en su rescate, en especial la de los mineros que se han jugado la vida para rescartarlo, han sido ejemplares. Lamentablemente, esta noticia también ha dejado un penoso ejemplo del más impresentable sensacionalismo en muchos medios de comunicación. Informaciones que no aportaban nada, mensajes de "última hora" detallando de forma escabrosa la distancia recorrido por los mineros, piezas que incluían veladamente bulos que circulaban por las redes, pequeñas pantallas sobreimpresionadas en todo momento en los canales televisivos para no perder cada detalle y un largo etcétera de excesos sensacionalistas y morbosos en el tratamiento de este triste suceso.
No todos los medios han tenido una cobertura igual de impresentable, y por supuesto la de algunos ha sido más que correcta, pero la sobreabundancia de información (o de no información) sobre este caso ha estado demasiado extendida. Es evidente que la gente tenía un interés por seguir la historia, tan terrible, tan dolorosa. Naturalmente, el avance de las tareas de rescate era noticia. A los lectores y espectadores les interesaba, querían saber cuándo se iba a encontrar a Julen. La angustia de la familia del niño fue la de todas las personas que conocieron el espantoso suceso. Nadie dice que no se deba informar sobre sucesos como este. Pero una cosa es eso y otra bien distinta es plantear programas especiales de varias horas de duración en las que no se cuenta nada sustancialmente nuevo, o enviar alertas con cada avance, metro a metro prácticamente, del rescate de los mineros. En el tratamiento de los sucesos en los medios, en especial en la televisión, hay una fina línea entre la lógica función informativa y el sensacionalismo. Muchos medios, demasiados, han cruzado esa línea en los últimos días. Los sucesos son siempre especialmente sensibles, más aún si hay niños de por medio. Pero precisamente por eso hay que extremar el cuidado en la forma en la que se cuentan estas noticias.
Ese despliegue tan descomunal es difícilmente comprensible. Los espectadores demandaban información sobre Julen, sí, pero forma parte del trabajo de los medios no dejarse arrastrar por la corriente del morbo, no ceder a la insaciable sed de contar novedades sobre un suceso escabroso y triste, incluso aunque estas novedades no existan. Ha habido medios que han pasado multitud de líneas rojas en este caso. Y llueve sobre mojado. No es la primera vez. De hecho, son pocos los sucesos que reciben un tratamiento ponderado en los medios. Hay espacios de televisión que se nutren fundamentalmente de estas tragedias. Hay periodistas que cubren sucesos, un área más de la información, y después hay otro tipo de "periodistas", que se dejan el rigor en casa y se abalanzan sobre cualquier suceso para difundir bulos, alimentar teorías conspirativas o retorcer algún titular que dé clics, que remueva al lector, que le invite a la lectura. De tragedia en tragedia, con un poco más de cinismo y un poco menos de empatía y humanidad en cada nuevo suceso.
Tienen razón, pero sólo en parte, quienes dicen que las críticas a la cobertura de este suceso en algunos medios carecen de sentido, porque basta con coger el mando a distancia y cambiar de canal si no nos agradan semejantes especiales. Es cierto. Si las televisiones ofrecen estos especiales "informativos" o si algunos medios se vuelcan con la noticia de un modo desmedido y escabroso es porque eso da audiencia. Sí, es verdad, el lector tiene responsabilidad en los contenidos que se ofrecen. Si éste penalizara determinados enfoques, sencillamente no se producirían. Pero eso no exime de responsabilidad a los medios (no todos, por supuesto) que han visto en el caso de Julen un filón para montar una especie de reality macabro, con sensacionalismo a raudales. No era una serie ni un programa de famoseo de esos que tanto juego dan a ciertas cadenas, era una historia real, la agonía real de una familia, la muerte real de un niño de 2 años.
Nunca es fácil abordar noticias así. Creo, sinceramente, que cubrir sucesos debe de ser una de las tareas más complejas para un periodista. Entre otras cosas, porque muchos pensamos casi que la mejor noticia sobre un suceso es la que no se publica. O, por no exagerar tanto, la que se limita a contar de forma concisa y breve la información de la que se dispone, sin más, y sin caer en la tentación perversa de emitir imágenes o testimonios escabrosos. No es fácil, por supuesto que no, informar de algo así. Pero quizá se pueden seguir algunos principios muy elementales. No atosigar a familiares en su dolor, por ejemplo. No convertir en noticia cada declaración de un vecino o cada pequeño detalle relativo a la investigación. Ser especialmente prudente en lo que se cuenta y guiarse sólo por fuentes oficiales. Preferir callar si no hay nada que contar, en vez de rellenar horas televisivas o páginas de periódico con rumores o especulaciones. La muerte de Julen es una tragedia terrible que nos ha disgustado a todos. Eso es lo único que importa, lo verdaderamente irreparable aquí, y todo lo demás, incluido el necesario debate sobre el tratamiento mediático de los sucesos, queda en un segundo plano, por supuesto. Pero quizá los medios (los que caen en el sensacionalismo) deberían hacer autocrítica sobre su papel estos últimos días.
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