Dubái y Abu Dabi

Entre otras satisfacciones, el trabajo me da a veces la oportunidad de conocer otros países. Hace unos días pude visitar Dubái y Abu Dabi, un viaje que no hubiera hecho de ninguna manera por propia iniciativa, una experiencia que me alegro mucho haber vivido. Naturalmente, sacar conclusiones de un país por una visita de tres días es imposible, así que aquí compartiré sólo algunas impresiones, que pueden perfectamente estar alejadas de la realidad de Emiratos Árabes Unidos, ese país nacido de la nada, o del petróleo, más bien, donde antes sólo había una inmensa pobreza en el desierto. Un país muy diferente, que ofrece el atractivo singular de estar literalmente en construcción, con grúas por todas partes, con un ansia desaforado por ganar altura, literal y metafóricamente, en el mundo. 


Dubái, donde aterrizamos, es una bacanal arquitectónica. Hay rascacielos gigantescos de toda clase y condición, sin orden ni concierto. De tan excesivo como es todo, de tan impactante como resulta ver tantas construcciones modernas en medio del desierto, Dubái no deja indiferente. Es imposible. Allí está la torre más alta del mundo, el Burj Khalifa, que tiene 828 metros de altura. Tarda un minuto el ascensor en llegar a la planta 124, desde la que se contempla Dubái. Es un espectáculo fascinante, porque edificios gigantescos, que vistos desde el suelo impresionan, contemplados desde esta torre, desde la que casi se toca el cielo, parecen construcciones en miniatura. 

La altura de la torre permite contemplar la ciudad desde una perspectiva tan alta y distorsionada, tan loca, que parecen una mezcla entre los edificios del Monopoly y los del juego de mesa Hotel. Es una imagen desmesurada, excesiva, salvaje, brutal, descontrolada. Desde allí arriba hay una cierta sensación de irrealidad, al ver a las personas como juguetes de lego. Hay rascacielos de toda clase de estilos. Hay algo de cartón piedra y artificial, sí. Algo de maqueta, de no del todo auténtico. Pero no es sólo eso. Es algo mucho más radical e impactante. El interés que me despiertan los rascacielos es limitado, pero es un espectáculo. 

Es un país en construcción, en el que se ve de pronto una gran urbe levantada sobre el desierto y rodeada de arena. Hay un antes y un después del petróleo en ese país, porque encontrar el oro negro literalmente dio sentido a ese país. Todos los países tienen algo de artificial, de construcción sobre convenciones. Porque es así. Pero en pocos se ve con tanta claridad como Emiratos Árabes Unidos, que ha construido un país muy rico de la mano del petróleo donde había mucha pobreza. Y es esa riqueza del crudo la que une a los emiratos que forman parte del país, la que justifica su existencia. Hay muchas cosas que llaman la atención en el país, como que el 85% de sus habitantes sean extranjeros. En gran medida, trabajadores occidentales de todos los sectores atraídos para levantar el país. Los nativos del país tienen acceso a muchos derechos sociales, como la sanidad gratuita, gracias al petróleo. Entre ese grupo de extranjeros están los occidentales, que llevan un nivel de vidapor lo general entre alto y muy alto, y luego, inmigrantes pakistaníes o de otros países asiáticos haciendo el trabajo que nadie quería hacer. 

Quizá por el hecho de ser un país tan joven, tan rico y con tanta ansia por crecer, se percibe en todas partes una clara voluntad de epatar, de despertar asombro. Todo tiene que ser lo más grande del mundo, o lo más alto, o lo más todo. Dubái es un puro delirio, mientras que Abu Dabi, el emirato más rico, transmite algo más de sentido. Se ve todo más coherente, mejor construido, con más razón. Y eso que hay islas artificiales y demás excesos. Pero se ve algo más lógico, no hay tanto amontonamiento de rascacielos. Al parecer, Abu Dabi es el emirato más austero, mientras que Dubái es el más derrochador. De hecho, la torre más alta se llama así en honor al jeque de Abu Dabi que terminó de financiar la torre cuando en Dubái se terminó la financiación.  

Asombra el skyline de Abu Dhabi, precioso, mucho más coherente y bonito que el de Dubái. Y también su mezquita, realmente impactante, también ostentosa, con tres lámparas con cristales de Swarovski cuyo precio resulta inimaginable. Son ciudades construidas con escuadra y cartabón, nuevas, nacidas de la nada. Y no son sólo los rascacielos. Por ejemplo, asombra el metro en paralelo a la carretera, una kilométrica línea recta, al aire libre, todas las estaciones idénticas entre sí. Se percibe por las calles que hay mucho patriotismo, como todos los países jóvenes con necesidad de construir una identidad nacional fuerte, más aún si son dictaduras, como es el caso. 

No todo lo que llama la atención es para bien, claro. Es obvio que las mujeres son percibidas como ciudadanas de segunda. Escuché precisamente en Abu Dabi  en una entrevista a Manuel Rivas en Los muchos libros, de la Ser, en la que dijo que no es que el sistema sea machista, es que el machismo es el sistema. Qué decir de muchos países no occidentales, en los que la situación de las mujeres dista mucho de la igualdad real. Los hombres pueden tener varias esposas. Los accesos a muchos espacios están separados entre hombres y mujeres. Las relaciones sexuales entre personas que no están casadas están prohibidas y, por supuesto, la homosexualidad está castigada por ley; de 10 a 14 años de cárcel para los locales; deportación inmediata para los extranjeros. Paseando por la calle no da la sensación de vivir en un país opaco ni de espaldas al mundo. Todo lo contrario. Hay un aspecto muy occidental, toda clase de marcas y empresas europeas y estadounidenses. Da la sensación de que ha habido cierta apertura social de la mano de la económica, pero parece claro que queda mucho por recorrer en ese aspecto. Hay muchas cosas que atraen de este país, pero, como ocurre con tantos otros, también tienen un reverso gris, con su falta de respeto a derechos y libertades básicas. 

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