Burning

“Para mí, la vida es un misterio”, escuchamos en un momento de Burning. En ese terreno de lo misterioso, de lo sugerido pero no contado del todo, de lo inquietante y perturbador, se sitúa esta excelente película de Lee Chang-dong, basada en un relato corto de Murakami. La cinta recrea con maestría la atmósfera de las narraciones del genial escritor japonés. Esta película es como leer una de sus obras, en las que todo parece normal (sea lo que sea lo que eso signifique) al principio, para ir volviéndose más y más misterioso a medida que avanza la historia. No ahorraremos méritos al director, ya que su adaptación del relato del eterno candidato al Nobel ha sido, al parecer, libérrimo, ya que sólo le ha servido de inspiración, nada más, porque él ha cambiado circunstancias de los personajes y de la historia. 

Sin contarlo todo, ni mucho menos, con más preguntas que respuestas, sin darle al espectador todo explicado en detalle y sin subrayados innecesarios, Burning logra que sus dos horas y media de duración no se hagan largas. No tengo la tentación de mirar el reloj ni una vez. El director se toma su tiempo para presentar a los protagonistas y para desarrollar la trama, si puede llamarse así a lo que se va abriendo paso en la película. Como ocurre en las novelas de Murakami, este filme parece algo al comienzo pero va mutando a medida que avanza, sin que el espectador lo perciba del todo.



Hay algo inquietante en el filme desde los primeros planos, pero la tensión va in crescendo hasta su contundente desenlace. En la cinta se habla de una gata que no parece en pantalla durante buena parte de la misma y un teléfono suena sin que nadie responda al otro lado cuando se descuelga. Son sólo dos ejemplos de esa atmósfera extrañísima e hipnótica que crea esta película, una de las más singulares de este año. Una historia de pasiones inconfesables, juegos retorcidos y choque entre el mundo urbano y el rural. Una película de la que se pueden extraer tantas conclusiones como se desee, o ninguna más que la evidente: que es una cinta extraordinaria, rodada de forma impecable, con un guión excelso e interpretaciones a la altura. 

La película deja que el espectador saque sus propias conclusiones y que encaje por sí mismo las piezas que le ofrece. Con esa suerte de realismo mágico de Murakami, la cinta presenta nada más comenzar un encuentro casual de Jongsu, un joven repartidor más bien desencantado con todo, y Haemi, una chica que vivió en su barrio de niña. O eso le dice ella, porque Jongsu la recuerda entre poco y nada. Él vive en un pueblo fronterizo con Corea del Norte, tan próximo que en su casa le martillea la propaganda del régimen vecino. Ella es fantasiosa, apasionada, muy intensa. En unos días viajará a África, a conocer unas tribus que distinguen dos clases de hambre: la pequeña, la de quien quiere comer, y la grande, la del que se pregunta cuál es el sentido de la vida. 

Antes de su viaje, Jongsu y Haemi tienen tiempo de conocerse bien. O, al menos, de tratarse. Ella le deja a él a cargo de su gata. Él le cuenta que su padre ha tenido un problema y tiene que hacerse cargo de la granja familiar. "¿No me preguntas qué problema ha tenido mi padre?", le pregunta. "Todos tenemos problemas", responde. Y así sigue avanzando la historia, entre verdades susurradas, abriéndose paso en el misterio, con dudas sobre la veracidad de algunas de las cosas que se cuentan. Cuando Haemi regresa de África lo hace acompañada de Ben, un joven tan rico como inquietante y misterioso, quien protagonizará junto a los otros dos personajes un triángulo extrañísimo. La cinta, siempre autoexigente, que siempre da un paso más allá, no se queda en la clásica historia de dos hombres que aman a la misma mujer, sino que se convierte en otra cosa, mucho más interesante y adictiva. Hipnotiza el filme hasta el desenlace que, 148 minutos después, deja al espectador boquiabierto y dándole vueltas a lo que acaba de ver arder en la pantalla. Puro cine, con aires de Murakami. Casi nada. 

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