Me Queer

Dani Garrido (@garrymuska)
"Mi marido es mi marido, no mi amigo". Con este mensaje del escritor alemán Hartmut Schrewe, harto de que otros disfracen la relación con su pareja de amistad, comenzó el movimiento #MeQueer en Twitter, que después trajo a España (o más bien al mundo de habla hispana, porque también cruzó el charco) el periodista de Playground Rubén Serrano. Le siguió un aluvión de mensajes de personas no heterosexuales compartiendo dolorosas situaciones de discriminación, desde casos dramáticos de desprecios y odios viscerales hasta miradas incómodas, comentarios ofensivos o amistades quebradas. Se ha escrito mucho de este movimiento, duro y alentador a la vez, triste e ilusionante, pero nunca lo suficiente. Porque la realidad que muestran estos tuits no puede obviarse ni minusvalorarse y porque son muchas las lecciones que podemos extraer de este movimiento. 


Los comentarios de las personas (generalmente hombres heterosexuales) que quitan importancia a la campaña #MeQueer son la mejor demostración de cuán necesario es este movimiento. Porque esa homofobia y ese desprecio a la diferencia existe, aunque haya quien no lo sienta, sencillamente porque el mundo está hecho a su medida. Quienes dicen que exageramos tienen una estrategia bastante extraña: si se habla de casos duros de agresiones, se atribuyen a hechos aislados que nada tienen que ver con la homofobia y que son cosas de cuatro radicales, mientras que si los tuits reflejan situaciones de rechazo menos graves (siempre esto entre comillas), se dice que no es para tanto, que tenemos la piel muy fina. 

Y sin embargo, de los valientes tuits de la campaña (sí, estamos en el 2018 y estos mensajes sigue siendo valientes) impactan todos, los más duros, los que retratan agresiones por ir de la mano de una persona del mismo sexo por la calle, por ejemplo, y también los otros, esos que menosprecian quienes nunca han sentido nada parecido, no han recibido miradas de desprecio, no han camuflado sus sentimientos en determinadas circunstancias o no ha sentido que, de pronto, amar en libertar supone un problema para muchas personas en pleno siglo XXI. Hay personas que contaron cómo no pudieron decirle a sus abuelos quiénes eran de verdad, por miedo al rechazo, porque sabían que no lo entenderían. Hay otras a las que se les clavó un "maricón" lleno de ignorancia y odio, cuando ni siquiera sabían de qué estaban hablando. Y unas cuantas que sintieron cómo el interés de familiares y amigos por su vida privada menguó bastante cuando salieron del armario, ya saben, aquello del "haz lo que quieras, pero no me lo cuentes". 

Lo más conmovedor del movimiento #MeQueer, además de la valentía de todos los que nutrieron esa campaña con sus mensajes, algunos muy íntimos y dolorosos, es que demuestra todas las caras de la homofobia hoy en día, todo lo que queda por avanzar. Es evidente que hemos recorrido un camino excepcional por la igualdad en España, pionera en el matrimonio homosexual. Pero no hemos terminado este camino, ni mucho menos. Existe el riesgo de la complacencia, entre quienes sí piensan que la homofobia es un problema, o del retroceso social, entre quienes piensan que el movimiento LGTB está lleno de plañideras victimistas con la piel muy fina. Por eso es necesario leer estos mensajes. Los debemos leer los convencidos, los que sabemos perfectamente de qué están hablando, pero lo deben leer sobre todo los otros, los que menosprecian la discriminación que sigue existiendo, los que ante el suicidio de un niño de 9 años acosado en la escuela por ser gay se apresuran a escribir que cómo puede saber un niño que es homosexual a los 9 años, como si su suicido o el acoso del que fue víctima quedara en un segundo plano. 

Otra de las lecciones principales del #MeQueer es que no se puede dejar de lado el componente reivindicativo, el de la protesta, el de gritar "basta ya", como ha hecho de forma admirable el feminismo con el #MeToo. La lucha por la igualdad y el respeto sigue siendo necesaria. Es magnífico que las fiestas del Orgullo tengan ese tono festivo y que sean cada año las grandes fiestas de Madrid, abiertas a todos. Es maravilloso que se celebre la diversidad, sí, pero no conviene caer en el riesgo de confundir ese oasis de convivencia y tolerancia de una semana arcoíris en Madrid con la realidad, que es mucho más gris. Twitter, tan denostado a veces (con razón, en ocasiones) sirve también para crear una burbuja, un espacio de comprensión en el que personas que han sufrido lo mismo pueden compartir sus experiencias. Es parte del éxito de este movimiento. De pronto, todos hemos comprobado que esas situaciones desagradables son mucho más habituales de lo que pensamos. 

Hay que agradecer a quienes han promovido esta campaña y, sobre todo, hay que buscar la forma de sacarla de las redes sociales. Allí ha nacido y es algo muy de agradecer, sin duda. No es baladí encontrar un espacio de confianza (trolls aparte) en el que compartir vivencias similares y encontrar referentes, siempre tan necesarios. Pero la realidad está también ahí fuera, en esas calles donde hay agresiones homófobas, en las escuelas en las que se acosa a niños y niñas que parecen homosexuales, en los trabajos en los que se escuchan comentarios repugnantes disfrazados de humor, en los campos de fútbol en los que "maricón" sigue siendo el insulto estrella... No tengo duda de que la energía del movimiento #MeQueer se puede trasladar al día a día y ese debe ser su siguiente objetivo. Denunciar la homofobia es necesario y es una forma inicial de combatirla, sin duda, pero es sólo un primer paso. Esperanzador y muy ilusionante, sin duda, pero sólo un primer paso. 

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