Muchos hijos, un mono y un castillo

Muchos hijos, un mono y un castillo, el inclasificable documental de Gustavo Salmerón, ganó la semana pasada un Premio Platino, los galardones que se entregan a los mejores trabajos cinematográficos de América Latina y España. Es sólo el último reconocimiento a esta película maravillosamente excéntrica, deliciosamente imperfecta, encantadoramente caótica. O el penúltimo, quizá, pues es un documental archipremiado y no descarto que haya logrado otro galardón en este tiempo. Más allá de los premios, nadie me habló mal del documental. Todas las referencias que tenía de él eran buenas y ayer, al fin, pude comprobar por qué. Es una película absolutamente fascinante. 

No es mal día el Día de la Madre para conocer a Julita Salmerón, madre del director y protagonista absoluta de su primer largometraje. En un tiempo en el que abunda la impostura, atrapa especialmente la autenticidad de una mujer como ella: desordenada, contradictoria, divertida, excéntrica. Es sensacional. Durante todo el documental uno tiene la sensación de que Julita es idéntica con la cámara apagada. Y esa verdad de la protagonista, su soltura, nada impostada, nada falsa, sin un ápice de exageración ni invención, es lo que convence de un documental que comienza con un primer plano de Julita repasando las distintas opciones de ser enterrada cuando muera, barajando las posibilidades, los pros y los contras, lo que le lleva a pedir a sus hijos que la pinchen con una aguja, no vaya a ser que los médicos le hayan dado por muerta por error. 


El título del inenarrable documental responde a los deseos de Julita años atrás: tener muchos hijos (tuvo seis), un mono (que compró al ver un anuncio en el periódico, cuya descripción del animal no respondía del todo a lo que después se encontró) y un castillo (que compró con la herencia de su padre, pero después perdió cuando llegó la crisis). Julita aparece en cada plano, con su encantadora imperfección. En un momento del filme, uno de los más emotivos, la protagonista llora y se lamenta. Afirma que querría ser diferente. Más cariñosa con sus hijos, por ejemplo. Pero que no puede evitarlo. Desde luego, lo que piensa cualquier espectador del documental es que la forma de ser de Julita es maravillosa, fantástica, hilarante, tierna

Tan pronto recuerda su pasado falangista o recuerda que estaba enamorada de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange, como critica a Franco, afirmando que tanto su familia como la de su marido han sufrido mucho por culpa del dictador. Pasa de mostrar una capilla y múltiples imágenes de santos o describirse como casi atea, o masona, quizá, lo cual tampoco le impìde pedir a sus hijos que la entierren con un traje de monja. Es una mujer maravillosa, con un afán por acumular objetos que fácilmente podría definirse como síndrome de Diógenes. Ella no cree que la vida sea más ligera desprendiéndose de lo material, sino que considera que en cada objeto hay un pedacito de su vida. 

Con su reproductor de casettes escucha villancicos en verano, cuando también tiene el belén puesto en su casa. "Ay, menos mal que ya se acerca la Navidad", dice en un momento de la película. "Estamos en julio, mamá", le responde el director. Junto a escenas de su vida cotidiana, recuerda su pasado, su infancia, a sus padres. Y reflexiona sobre la muerte o la religión. Hay una escena encantadora en la que habla de la fe, de en lo que cree y creía, de lo importante que considera tener fe, una conversación más bien profunda, que corta de pronto al encontrarse en una caja llena de cachivaches unas tijeritas pequeñas. "Una familia numerosa caótica, lo nunca visto", dice uno de los hermanos del director en otra escena del documental. Es una película, en fin, alocada pero llena de autenticidad, que nos permite conocer a Julita Salmerón en toda su grandeza cotidiana. Una joya. 

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