El autor


Dos de las mejores películas de este año (no digo españolas, digo películas a secas) versan sobre la literatura y son sendas adaptaciones de novelas. La librería, de Isabel Coixet, lleva a la pantalla grande la novela homónima de Penélope FitzGerald, mientras que El autor, de Manuel Martín Cuenca, se basa en El móvil, de Javier Cercas. Ambas son magníficas películas, y sin embargo, no pueden ser más distintas. La cinta de Coixet está hecha para gustar. Es delicada, sensible, bella. Y tiene un mensaje hermoso. Es casi una fábula, en la que los personas buenos lo son sin matices y los malos, también, son malos de manual, sin aristas ni resquicios de humanidad. Es una cinta agradable de ver. El autor es casi todo lo contrario. Más bien parece hecha para incomodar, para desagradar y remover al espectador en su butaca. Es una cinta brillante, quizá la mejor del año. Impacta con una clase de historia pocas veces vista en pantalla. Es una genialidad.
 
Salí del cine totalmente fascinado por la cautivadora historia de un perdedor, un fracasado que quiere ser escritor, como su muy exitosa mujer (a quien da vida María León), pero él de literatura de verdad, no de obras para el gran público, a quien da vida de forma excepcional Javier Gutiérrez. Con este actor dejó de tener sentido hace tiempo hablar de la mejor interpretación de su vida, porque transmite esa sensación casi en cada papel. Es portentoso. Algo similar cabría decir de Antonio de la Torre, quien aquí interpreta a un profesor de literatura que está al frente del curso de escritura en el que el protagonista intenta aprender a escribir su gran novela, a encontrar su voz, al menos. Es un personaje el del profesor tan oscuro, interesado y egoísta como el resto de los de la cinta.
 
Diría que Sevilla es un personaje más del filme si no fuera porque me resulta muy cursi decirlo, y no me perdonaría ser cursi en la crítica de esta obra tan inteligente, tan madura, tan oscura, tan turbia, tan auténtica. El director muestra la ciudad, pero desde luego no como una postal turística. En los escenarios más hermosos de Sevilla transcurren conversaciones nada amables, nada buenistas. La historia es dura, muy contundente. Álvaro, que así se llama el protagonista, quiere escribir. Su profesor le dice que para escribir tiene que vivir, que observar, que ir con los ojos abiertos por la calle. Y él, sin querer desvelar más de la cuenta, se lo toma al pie de la letra.
 
Esta película plantea con toda su crudeza un interesante debate: ¿hasta qué punto es lícito servirse de la vida de los demás para construir una historia que luego poder contar en una novela? ¿Se debe estar dispuesto a entregarlo todo, a manipularlo todo, por una buena historia? ¿Puede una obsesión enfermiza derivar en una obra maestra? ¿Tiene algo que ver la maestría literaria con el civismo, con ser un buen vecino, una buena persona? Dicho de un modo más claro, ¿hasta dónde puede llegar un autor en su empeño por poner en pie una novela? Álvaro lo tiene claro. No hay límites. Todo se puede sacrificar en el altar de la creación, todo está en sus manos. Para él es lícito, más bien casi necesario, actuar como un ser despreciable, espiar a los demás e intervenir directamente en su vida si de lo que se trata es de crear una historia convincente.
 
Es la historia de una obsesión. Álvaro se presenta en las primeras escenas del filme como un perdedor. Asiste a una charla con un escritor importante y suena su móvil. Llega tarde a la entrega de un premio literaria que recibe su mujer. Tiene un trabajo aburrido que no le llena. Un matrimonio en horas bajas. No consigue escribir nada que trasmita verdad. Camina por la vida cabizbajo, descontento, insatisfecho, frustrado. Pero, de pronto, algo cambia en él. Y ese cambio revoluciona su vida, pero también, y especialmente, las de otras personas que nada tienen que ver, o eso creen, con el empeño y la obsesión que guía los pasos del protagonista. Sin pasos atrás. Sin concesiones. Sin dudas ni lamentos.
 
El final, brillantísimo, pone el broche perfecto a una película poco común por su extraordinaria calidad, su inteligente planteamiento, su honestidad, su temática nada frecuente, su disposición a incomodar abiertamente al espectador y su arrolladora honestidad. Es una obra maestra, que se abre y se cierra con sendas canciones de José Luis Perales, por cierto. Los créditos iniciales de la película son de los mejores que uno recuerda en el cine. La película, en fin, deja huella en el espectador, le remueve. Me recuerda en parte a En la casa, excepcional cinta de François Ozon basada en una obra de teatro de Juan Mayorga que, como ella, juega con la relación entre realidad y ficción, con los riesgos de tomar prestados de la vida cotidiana personajes y situaciones para construir un relato. Tan perturbadora, oscura y sublime como aquella, o casi, es El autor, que es una de las cintas más nominadas en la temporada de premios que se avecina, con todo merecimiento. Premiar a esta valiosa rareza sería un indiscutible acierto.

Comentarios