Billy Elliot

Conmovedor, delicioso, entrañable, divertido, vitalista, excepcional, sensible, hermoso, tierno, grandioso, espectacular, impecable, apoteósico, maravilloso, inolvidable, prodigioso... La crítica del musical de Billy Elliot podría ser una sucesión sin fin de adjetivos de este tipo. Y ni así se le haría justicia. Uno sale noqueado del Nuevo Teatro Alcalá. Literalmente en shock por la explosión de emociones que ha vivido las últimas casi tres horas. Es difícil elegir qué alabar más en un espectáculo tan excelso, que es una maquinaria perfectamente engrasada, como la que permite cambiar a cada rato de escenario, en un despliegue técnico que deja a los espectadores boquiabiertos. Sencillamente, este musical lo tiene todo. 



La historia, que es la misma que la de la película del año 2000, es muy emotiva. Un joven, Billy, que se encuentra por casualidad con el baile. Y le cautiva. Le fascina tanto que le permite ponerle algo de luz a una realidad gris y muy dura. La suya personal, la de un niño que ha perdido a su madre demasiado pronto, y la de su familia, en plena lucha sindical de los mineros contra el gobierno conservador de Margaret Thatcher y sus planes de cerrar la mina. Las apreturas económicas de su familia, el clima irrespirable en su pueblo, las penas, los temores por un futuro oscuro. Y, de pronto, las clases de ballet. El arte como vía de escape. El baile como tabla de salvación. Contra la desesperanza y también contra los prejuicios, esos que dicen que un niño no puede hacer ballet, esos que condicionan tantas vidas, esos que intentan taponar tantos sueños. 

La música de la obra, firmada por Elton John, es excepcional, con una mezcla fabulosa de géneros. No faltan canciones sindicales, que recrean escenas de manifestaciones, de solidaridad obrera (ese mensaje tan poco frecuente hoy en cualquier sitio). Pero también hay otros temas tiernos, de historia personal, como la que interpreta la abuela de Billy, recordando la mala vida que le dio su abuelo y lanzando un mensaje igualitario y abiertamente feminista. Necesario. Contundente. Impecable. También el padre de Billy tiene un momento conmovedor, cuando recuerda a su mujer fallecida. Hay espacio para la reivindicación, como ese villancico en el que, sonrientes, los chavales y los mayores del pueblo desean la muerte de la dama de hierro. Y, por supuesto, para el ballet. Hay temas más rock, otros más melódicos. 

Y luego está Electricidad, el tema que interpreta Billy en un momento clave de la función. Entonces el protagonista explica qué es para él el baile, qué siente cuando baila. Explica que no sabe bien qué decir. "No sé qué es, pero es real. Como si cantaran sólo para mí". Excepcional. Maravilloso. Las coreografías están también muy cuidadas. Con música en directo. Con una belleza insuperable en cada escena. Es un musical en el que las canciones son portentosas, pero en el que también es decisiva una historia muy potente, de superación, de lucha por la libertad, de respeto a la diversidad. Es una obra con la que ríes y lloras, lo cual significa que se parece mucho a la vida, porque esa mezcla de comedia es en el fondo idéntica a la realidad, aunque ésta a veces sea tan gris y obras como ésta permitan ponerle luz. 

Las interpretaciones son también colosales. Fascinan intérpretes habituados a los musicales, como Natalia Millán en el papel de la señorita Wilkinson, maravillosa, impecable como siempre; Carlos Hipólito como el padre de Billy Elliot, quien hace un viaje a lo largo de la obra, quien cambia, igual que casi todos los personajes; Adrián Lasta, como Tony, el hermano de Billy; o Mamen García, la abuela, que tiene algunas de las escenas más memorables del musical. Todos ellos deslumbran, lo bordan. Pero lo que hace Miguel Millán en el papel de Billy está en otra dimensión, es estratosférico. Su frescura, su capacidad de transmitir emoción, su vitalidad, su brillantez en el baile. Es impresionante. Queda uno boquiabierto, rendido a los pies de este chaval que se luce en el papel de Billy Elliot, que consigue darle una vida especial al personaje. No es que sea poco usual tener tanto talento con tan pocos años, es que resulta milagroso, portentoso, difícil de creer si uno no lo ve. Creo que nunca me había impactado tanto antes una interpretación de un niño como la de este joven. Es fascinante. 

La historia remueve, como lo hacen varias películas más recientes que beben de Billy Elliot, como Pride, basada en una conmovedora historia real durante las huelgas mineras contra Thatcher, o Sing Street, que también presenta la cultura (esta vez la música) como tabla de salvación para un joven que vive rodeado de espesura y penurias económicas. Es muy admirable la capacidad de cierto cine británico de encontrar luz de momentos tan oscuros, de plantear historias humanas conmovedoras y vitalistas en contextos tan delicados, que es justo cuando más falta hacen. 

Para gustos están los colores, claro, pero Billy Elliot, el musical, es esa clase de obra que recomendarías a todo el mundo sin dudar, sin miedo a equivocarme. Porque es un espectáculo total. Antes de comenzar la función, leemos en una pantalla gigante la historia de este musical, su recorrido anterior en Londres, sus dimensiones, sus hitos. Se explica ahí que el Nuevo Teatro Alcalá tuvo que hacer obras para acoger el montaje que permite cambiar de escenografía con pasmosa facilidad. En el descanso, antes de volver a la butaca para asistir al segundo acto, unos niños bailan, con más entusiasmo que acierto. Y pienso al verlos que este musical, sin duda, transmite pasión por el baile, puede despertar vocaciones en los chavales, lo cual es fabuloso. Pero pienso también que, sobre todo, lanza un bello canto a la libertad, a la diversidad, al respeto al diferente, a la solidaridad (esa que, en medio de una sociedad tan individualista, tan extraña suena), a no rendirse. Es una delicia, dirigida en España por David Serrano. Una joya a la que deseamos larga vida en Madrid. 

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