¿Y ahora qué?

Como leí el otro día a un compañero en Twitter, el choque de trenes era esto. Ese escenario dramático tan temido por la mayoría y jaleado por una minoría radical llegó el viernes. Y ahora entramos en un territorio desconocido en el que impera, sobre todo, la tristeza. Tristeza infinita por las heridas que causa en la sociedad esta crisis. Tristeza porque estoy convencido de que muchos independentistas estarán hoy tan preocupados como los no independentistas. Tristeza porque sigo adorando a Cataluña, y la seguiré adorando siempre. Tristeza porque no me gusta cómo tantos fanáticos aprovechan la menor oportunidad para asomar la patita. Tristeza porque la enorme irresponsabilidad de los gobernantes catalanes nos ha conducido hasta este desastre. Tristeza porque este conflicto está dando alas a toda clase de extremismos, incluidos los tipos de extrema derecha que el viernes por la noche atacaron la sede de Catalunya Ràdio portando banderas españolas, pero representándose sólo a ellos mismos. 



Tristeza porque veo a la gente muy encendida, haciendo generalizaciones absurdas e incendiarias. Tristeza porque ayer, paseando por mi ciudad, volvió a ver muchas banderas. Y, como leí a un buen amigo el otro día, a mi ciudad no le sientan bien las banderas. A ninguna, pero a la mía todavía menos. Tristeza porque han fracaso quienes han luchado hasta el último momento para encontrar una salida a esta catástrofe. Tristeza porque esto es un fracaso estrepitoso de mi país. Tristeza porque las lecturas simplistas y radicales se imponen sobre las complejas y moderadas. Tristeza porque observo a demasiadas personas que parecen no entender la gravedad de lo que estamos viviendo. Tristeza porque veo sonrisas, aplausos y exaltaciones patrióticas cuando hace falta moderación, espíritu constructivo y convivencia. Tristeza y miedo, mucho miedo. Porque no sabemos por dónde puede derivar esta situación, pero intuimos que a estas alturas ya no hay salida buena. No tanto por esta crisis en sí misma, que tampoco, sino sobre todo por el impacto que algo tan traumático causará en varias generaciones de catalanes y españoles. 

 Escribo, pues, desde la tristeza. Veo a gente, la del ardor guerrero y la mano dura, celebrando el 155 como si fuera una fiesta. Y también veo a gente feliz con la ilusoria proclamación de la república catalana. En parte, los envidio. Envidio un poco a los fanáticos de allí y de aquí que, mientras yo tiemblo de miedo y siento rabia y dolor, lucen amplias sonrisas, festejan el momento que estamos viviendo. Lógicamente, los temo mucho más de lo que los envidio. Porque esas posturas, las que no acepten que esto es algo dramático y cuyas consecuencias nadie puede imaginar a día de hoy, nacen del radicalismo, del odio al otro, del fanatismo, del más ciego sectarismo. Son esas personas las que nos han traído hasta aquí. No hablo de los políticos (un poco más abajo lo haré), no. Hablo de los ciudadanos envueltos en sus banderas, dedicados a confrontar identidades nacionales, sin la menos voluntad de tender puentes y restablecer la convivencia. Hablo de los que ríen y festejan, como si hubiera algo que celebrar. Hablo de quienes se divorciaron hace tiempo de la realidad. 

Me preocupa, sobre todo, la convivencia, las personas. La alta política, las patrias, las banderas, las palabras gruesas, me dejan frío. No me dicen absolutamente nada los trozos de tela ni todas esas mayúsculas que los fanáticos le ponen a tantas palabras sacrosantas e intocables para ellos. Pero sí me preocupa la convivencia, muy dañada, en Cataluña y en el resto de España. Eso es lo que se está destrozando. Eso es lo que tanto tiempo nos costará restañar. No tengo nada claro que de los dirigentes políticos salga un llamamiento a la calma, al diálogo, a la unidad en la diversidad, al respeto al diferente. Ojalá pudiera surgir de la sociedad civil. De amigos o hermanos que piensan diferente pero son capaces de respetar al de enfrente sin exaltarse no permitir que su amistad o su fraternidad quede dañada. Ojalá recitáramos juntos ese hermoso poema de Benedetti, que se pregunta qué pasaría si quemáramos todas las banderas para tener sólo una, la nuestra, de la de todos, o mejor ninguna, porque no la necesitamos, y también se cuestiona qué pasaría si dejáramos de ser patriotas para ser humanos. 

 Me preocupa el impacto en la sociedad de esta crisis, que tiene responsables políticos. Y ocupa lugar destacado Carles Puigdemont, quien estuvo a punto de convocar elecciones y evitar el salto al vacío de la declaración de la independencia, pero que terminó optando por la vía de la ruptura. Son responsables principales de este desastre los gobernantes catalanes que convocaron unas elecciones que tildaron de plebiscitarias, hasta que los partidos independentistas no sacaron mayoría de votos, y en lugar de aceptar la realidad decidieron huir hacia adelante. Ellos convocaron una consulta ilegal y decidieron avanzar en su hoja de ruta sin pensar que tienen un apoyo importante (sin duda), pero no mayoritario, y desde luego no suficiente para recorrer esta senda. Los líderes independentistas se han construido una ficción, sin importarles la división en la sociedad que causaban. Impresentable. No porque su planteamiento político no sea legítimo (insistamos una vez más en lo obvio, ser independentista es perfectamente legítimo), sino porque no lo es la vía elegida. Y nunca lo será. No así. No de este modo. Se puede defender cualquier planteamiento político, cualquiera, pero no se puede hacer confrontando así a la sociedad y saltándose la ley, poniendo en una situación insostenible a los funcionarios y generando episodios de tensión. 

En otro grado, en otro nivel de responsabilidad, tampoco han hecho todo lo que podían por evitar llegar al desastre los sucesivos gobiernos centrales. El PP recogió firmas contra un Estatut del que calcó no pocos artículos para estatutos de comunidades autonómicas donde gobernaba. Se han empecinado en presentar como un problema legal lo que es mucho más que eso, sobre todo, un problema político. Renunciaron a hacer política durante muchos años, no alimentaron los afectos entre Cataluña y el resto de España. Hay una España, de la que cualquier querría separarse,que mira mal a alguien por hablar catalán, como si no fuera un idioma oficial de España, y como si otras lenguas no debieran ser respetadas y apreciadas siempre. Hay gente que fue una vez hace décadas a Cataluña y alguien les habló en catalán cuando ellos le preguntaron en español, o eso dicen, y que asientan sobre esa experiencia toda su visión sobre aquella tierra.

Hay políticos españoles que han hecho partidismo y electoralismo en demasiadas ocasiones. Tampoco fue precisamente ejemplar la gestión por parte del PSOE de la tramitación del Estatut. Ni el hecho de que el Constitucional anulara partes de un Estatut que ya habían votado los catalanes en las urnas. Ni, en fin, el pavor de una parte de la clase política y de la población española a la diferencia y la diversidad, incapaces de entender que es su mayor riqueza. Conviene tener claro que, incluso ahora, o precisamente ahora más que nunca, necesitamos con urgencia diálogo, restañar las heridas, volver a alimentar los afectos, construir algo juntos, ofrecer un proyecto ilusionante, que parte de la igualdad entre todos los ciudadanos y del respeto y el aprecio por la diferencia. 

Ha habido un divorcio en el que la voz una mayoría de moderados, allí y aquí, no se han escuchado. Sus palabras se han ido haciendo más y más inaudibles a medida que los otros gritaban. La situación actual es muy preocupante, por más que los muy convencidos de allí piensen de verdad que viven en una república catalana y ya terminó su viaje hacia la independencia, y por más que no pocos en España crean que la aplicación del 155 y las elecciones del 21 de diciembre resolverán el problema. No tengo claro quién está más alejado de la realidad. Porque, obviamente, no es cierto que Cataluña se haya convertido en una república independiente. No sólo no es legal, es que no tiene reconocimiento alguno por parte de la comunidad internacional. Es una ficción. Peligrosa. Perturbadora. Inquietante. Pero una ficción. Y lo es también pensar de verdad que ya está todo resuelto porque el gobierno central ha intervenido la autonomía y ha destituido a Puigdemont y compañía. Ver la realidad como desearíamos y no como es en realidad puede resultar muy tentador, pero no conduce a nada bueno. 

Que al gobierno central no le quedara otro remedio que aplicar el 155 ante la sublevación de las autoridades catalanas no significa en absoluto que esto vaya a servir para solucionar nada. Estaría bien que no otorgáramos a 155 un poder casi mágico, porque no lo tiene. No hay ninguna razón para pensar que esto vaya a resolver nada. Quizá sí hay unas cuantas para pensar justo lo contrario. El gran riesgo ahora es que los partidos independentistas no concurran a las elecciones del 21 de diciembre, porque no las consideren legítimas. En rigor, si ellos consideran que han declarado la república catalana independiente, lo esperable es que no participen en estos comicios. Y eso sería preocupante, dramático. Porque supondría que una parte de la población catalana decidiría dar la espalda a la legalidad establecida. Si dejamos a un lado los comentarios cuñados del tipo "si no se presentan, ellos sabrán", es obvio que sería un problema serio. Sencillamente porque si un 20% o un 30% de la población no reconoce unas elecciones ni al poder establecido, obviamente, todos tenemos un problema, todos. 

El poder está donde la gente que está el poder, se escucha en un momento de Juego de tronos. El poder es una sombra. Y es así. Si de pronto todos los habitantes de un país despiertan y deciden no reconocer la poder establecido, aunque su actitud no sea legal, aunque sea irresponsable, aunque no tenga el menor sentido, obviamente, ese Estado tiene un problema gravísimo. Sencillamente porque todos los gobiernos, todas las sociedades, se mantienen sobre las bases de un pacto común de todos, de respetar las leyes, la autoridad de los gobernantes, el poder establecido. Y me temo que ese es el gran riesgo ahora, que los independentistas sigan con su huida hacia adelante y no reconozcan las elecciones del 21 de diciembre. ¿Alguien puede imaginar un Parlament con Ciudadanos, PP, PSC y la marca catalana de Podemos? ¿Alguien puede imaginar un escenario más preocupante, sin las voces de una parte de la población catalana representadas en ese Parlament y, lo que es peor, creyendo en la legitimidad de otro poder? 

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