Una novela rusa

Aparentemente, Una novela rusa trata sobre un abuelo de Emmanuel Carrère, que colaboró con los nazis en la Francia ocupada. Pero no va en realidad de eso. Tampoco de la relación del autor con Rusia, y más concretamente, con el ruso, idioma que aprendió de niño, y en el que le cantaban una nana que pasadas las décadas le sigue emocionando. No va de su madre y el secreto ominoso de ese padre colaboracionista con los nazis. Va, fundamentalmente, de Emmanuel Carrère. En todas sus novelas sin ficción, el propio autor aparece hablando en primera persona, como un personaje más, compartiendo espacios de su intimidad, temores, fragilidades, pensamientos. Aquí va un paso más allá y la novela versa, fundamentalmente, de una relación de pareja que se quebró al tiempo que él rodaba un documental en una pequeña ciudad rusa donde buscaba reencontrarse con sus orígenes y, sobre todo, escribir sobre su abuelo, ese secreto, esa historia soterrada de la que nadie quiere hablar en su familia. 

Este libro, como el resto de obras de Carrère, tiene la gran virtud de que es un ser vivo, parece estar siendo escrito a medida que el lector pasan las hojas. El autor comparte sus dudas. Habla de lo que piensa escribir y de lo que no. De los pasos que da. De las renuncias. De las nuevas ideas. De los caminos enrevesados que le han conducido a escribir esta obra. Habla, por ejemplo, de cómo su madre no desea que él escriba este libro. La interpela directamente a ella, igual que a su pareja de entonces. Escribe la historia de su abuelo, sí, pero entre medias su relación personal se destruye, al tiempo que publica un relato erótico, una declaración de amor a su pareja, en Le Monde. Y todo eso lo cuenta Carrère, entremezclado, sin aparente orden ni concierto. Es la más íntima de sus novelas sin ficción. A veces, sobra un poco tanta desnudez sobre sus cuestiones personales, tan impúdica exhibición de su intimidad, pero no se le puede negar la honestidad salvaje de siempre, ni esa capacidad suya de aproximarse a lo horrible, a lo espantoso, a lo dantesco, a lo doloroso, a lo prohibido. Basta que en su familia hablar de su abuelo colaboracionista esté implícitamente prohibido para que él no pueda escribir sobre otra cosa que no sea esa. 




Son conmovedores los pasajes de la obra en la que el autor se dirige a su madre, de la que dice que en su infancia "amaba como desde entonces no he podido amar a ninguna mujer, ninguna ha reunido los requisitos necesarios, excepto, ahora, mi hija". Se dirige a su madre para contarle que "habrías querido que fuera un escritor como, no sé, Erik Orsenna: un hombre feliz o que, en todo caso, lo parece. A mí también me habría gustado. No he podido elegir. Recibí como legado el horror, la locura y la prohibición de expresarlos. Pero los he expresado. Es una victoria". Siempre al borde del precipicio, exponiéndose por completo, entregándolo todo de sí y de los suyos en sus relatos, Carrère llega a escribir frases que detonan como "me pregunto si para mí escribir significa necesariamente matar a alguien" o "quisiera que hubiese una segunda primera vez". 

La estructura de Una novela rusa, título bastante irónico porque tiene poco de novela, entendida de forma convencional, y algo más de rusa, es caótica. Comienza con la historia de un soldado húngaro que fue apresado por las tropas soviéticas durante la II Guerra Mundial y que pasó cincuenta años en un hospital psiquiátrico, hasta que finalmente alguien decide devolverlo a su hogar, que ya naturalmente no es su hogar, donde nadie le conoce ni él conoce a nadie. Cuenta el autor que en parte, sólo en parte, le incomoda que su entorno vea en esa historia una trama perfecta para una de las obras de Carrère. Por lo que tiene de espantoso, de terrible, de devastador. Él se lo toma a mal, pero sólo un poco, pues es perfectamente consciente de que esa clase de historias es la que le remueve. Así que decide ir a Rusia. Y allí, entre la historia del húngaro desdichado y los recuerdos de su abuelo colaboracionista, surge el libro, que se va escribiendo con dudas y recelos delante del lector, que asiste atónito a las broncas de Carrère con su pareja, a las vidas de las personas que el autor y su equipo del documental conocen en Rusia y del giro que dan los acontecimientos en la parte final. 

Cuenta el autor algo muy impactante de András Toma, el soldado húngaro que paso cinco décadas internado en un psiquiátrico en Rusia. El 14 de octubre de 1954, diez años después de ser detenido, es dado por muerto. Su familia recibió ese día su certificado de defunción. "Él no lo supo, allí donde estaba, pero todo ocurrió, extrañamente, como si lo hubiese sabido. De la noche a la mañana, o casi, se rindió. Se convirtió en un paciente dócil. Siempre encerrado en sí mismo, sin tratarse con nadir, murmurando en húngaro, pero tranquilo. Del pabellón de los agitados le trasladaron al de los estabilizados, el que nos hizo visitar Vladímir Alexándrovich, y a partir de entonces no hay nada que destacar en su historial hasta la amputación. Lo han declarado muerto y está muerto". 

O esto otro pasaje, enternecedor, sobre su abuelo, ese del que su madre prefiere no hablar, porque tiene tras de sí una historia vergonzante que es mejor olvidar. Cuenta Carrère que su abuelo fue taxista en París durante tiempo y que esa es una de las pocas cosas de él que le gusta contar a su madre. "Mi madre dice que en el taxi él se pasaba casi todo el tiempo leyendo obras de filosofía, y cuando le preguntaban si estaba libre respondía que no, con un tono irritado, porque quería terminar el capítulo. Amaba las ideas, los ensayos más que las novelas, y leer un libro equivalía para él a conversar con el autor". Algo así experimenta el lector de las obras, siempre singulares, siempre valiosas, siempre únicas, de Emmanuel Carrère. 

Comentarios