Escenas de la vida conyugal

El matrimonio es uno de los temas más abordados en teatro y televisión. El desgaste del matrimonio, los roces de la convivencia. Son asuntos mil veces planteados en la pantalla grande o sobre las tablas. Por eso, es terreno abonado a los lugares comunes, a los estereotipos, a los caminos trillados. Ingmar Bergman los esquivó todos con Escenas de la vida conyugal, un proyecto que comenzó como miniserie para la televisión sueca y que más tarde se convirtió en película, para saltar más tarde a las tablas con una versión del propio director. Su título, muy descriptivo, resume bien lo que plantea esta obra inteligente y lúcida, esta comedia llena de drama, que provoca tantas risas como reflexiones, que hace tanto sonreír como pensar. Con unos diálogos que tienen una carga de profundidad inusual y muy de agradecer en el teatro, Juan y Mariana presentan distintas escenas de su vida en pareja. 

La obra, muy madura, muestra la complejidad de las relaciones humanas. La insatisfacción como estado natural del ser humano, la soledad aunque se esté rodeado de gente, el hartazgo por la imposiciones sociales, el temor al qué dirán, la extremada dificultad de que las dos partes de una pareja se encuentren en el mismo punto, las adversidades que cada vez cuesta más superar, la imperfección como sinónimo de normalidad, los sentimientos soterrados que no se sofocan, la delgada línea entre el amo y el odio. Es una obra con la que te ríes. Mucho, incluso. Tiene un marcado tono de comedia. Pero no es un mero entretenimiento. No persigue sólo provocar la risa. Más bien, el humor sirve como vía de escape al componente dramático, nada menor, de la obra. En ocasiones, cuanto más divertido suena un diálogo, más demoledor está siendo su efecto sobre la pareja protagonista, que se descompone delante de nuestras narices



Decíamos arriba que las relaciones de pareja son uno de los temas clásicos de obras de teatro o películas. Es lógico. El cine y el teatro sirven, fundamentalmente, para reflejar la vida. También para mejorarla, claro. Para hacerla más llevadera. Pero, en primer término, su función es servir de espejo, interpelar al espectador con situaciones que le resulten reconocibles, que le remuevan, que le hagan pararse a pensar. Uno sale de la función feliz por haber disfrutado de una obra excepcional, de lo mejor que ha visto en mucho tiempo en un teatro. Pero, inevitablemente, sale de la Sala Roja de los Teatros del Canal (donde se representa hasta hoy) pensando sobre la realista, dura y lúcida visión del matrimonio de esta excepcional obra de Bergman, en la versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino. 

Hay varias de las escenas conyugales que expone la obra que son impactantes. Las hay más divertidas, otras sin una sola risa, impactantes, tremendas. Si el primer objetivo de una obra de teatro es no dejar indiferente, provocar alguna reacción en el público, esta lo consigue con creces. Es imposible asistir al deterioro de la pareja de Juan y Mariana, a sus cuitas cotidianas, a sus malentendidos, a sus idas y venidas, sin sentirse identificado en algún momento, sin entrar de lleno en aquella historia. Escapa de toda simpleza la función. Ya desde su inicio, en una escena de discusión en la que ninguno de los dos protagonistas se atreve a decir del todo lo que siente, se constata que el tono de la obra, afortunadamente, no será el de una sucesión de sketch que buscan la risa fácil y agradecida del espectador. Divierte, sí, pero va mucho más allá. 

Creo que es la primera vez que escribo una crítica sobre una obra interpretada por Ricardo Darín en la que no mencionó al portentoso actor argentino hasta el cuarto párrafo. Y no es por demérito de Darín, sencillamente sublime, insuperable, excepcional, sino porque, más allá de su excelsa interpretación, y en parte también gracias a ella, la función vuela por sí sola. Y deja un recuerdo imborrable, planta semillas de reflexión en el público. Es de esas obras que dejan huella, de las que se recuerdan, de esas que, pasados los días y las semanas, deja grabadas escenas que, con crudeza o con humor, en serio o en broma ("¿hay alguna diferencia?, que preguntaba Pla), abordan temas profundos. Darín borda el papel de Juan. Consigue ese pequeño milagro consistente en que puedes haber comprado una entrada de teatro, fundamentalmente, para verlo sobre las tablas, para gozar de su talento en persona, pero enseguida dejas de ver a Ricardo Darín interpretando un papel para contemplar a ese personaje. No vemos a Darín actuando, vemos a Juan. Los dilemas de Juan. Sus dudas. Sus insatisfacciones. Sus injusticias. Sus cambios de humor. Su relación con Mariana. Sólo cuando cae el telón y vuelve a abrirse de nuevo despertamos lentamente del embrujo y volvemos a ver al excepcional actor argentino, desvestido ya de esa segunda piel que es la de su personaje, recibiendo aplausos de un público entregado, que ya ovacionó cada escena de la obra. 

Darín es aliciente suficiente para ver cualquier película u obra de teatro. Ya lo he escrito aquí otras veces, es el único actor por el que sí o sí voy a ver películas a las que, de otro modo, probablemente no me acercaría. Suele ser más de seguir a directores, o de guiarme simplemente por la historia abordada en las cintas. Pero la última de Darín, vaya de lo que vaya, es siempre un imprescindible. Pues bien. Darín no sólo no decepciona en Escenas de la vida conyugal, sino que aún fascina más. Pero exactamente lo mismo cabe decir de Andrea Pietra, que deslumbra en el complejo papel de Mariana, que al igual que el de Juan, cambia notablemente a lo largo de la función. Es portentoso lo que hace la actriz argentina. No es que esté a la altura de Darín a la hora de dar réplica al sublime intérprete, no. Es que es un pilar igual de importante, o incluso más, que él. Regala una interpretación colosal, totalmente en pie de igualdad con la de Darín. Ambos cautivan en una obra que, además de inteligente, madura y divertida, tiene en esta versión un toque argentino que la hace sencillamente irresistible. 

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