Otegi queda retratado

Puede que uno de los defectos más extendidos entre los periodistas sea el del ego desmesurado. Sobreentendemos que los debates sobre nuestra profesión deben interesar a todo el mundo. Cada vez que leo el enésimo artículo o entrevista sobre el futuro del periodismo me planteo lo mismo. ¿Esto preocupará de verdad a la gente, a los lectores a quienes va dirigido? ¿O es sólo mirarnos al ombligo, práctica tan habitual entre los que nos dedicamos a esto? Son preguntas retóricas. Tengo bastante clara la respuesta. Sin embargo, el pasado domingo, La Sexta emitió una entrevista de Jordi Évole a Arnaldo Otegi en Salvados. Y la polémica fue furibunda en las redes sociales. Antes de emitirse la entrevista, pues no pocos periodistas criticaron su simple emisión, el mero hecho de dar voz a un tipo de la calaña del líder de la izquierda abertzale, cuya cobardía ética y vacuidad intelectual dificultan sobre manera el empeño de sus palmeros de convertirlo en un Nelson Mandela de la época moderna. 

¿Fue un error la emisión de la entrevista? ¿Se le dio un altazoz inmerecido en prime time? ¿Hay que cuidar qué mensajes lanza un entrevistado? No, no y no. Rotundamente, no. De todos los debates posteriores a la entrevista, posiblemente el menos interesante es el que se refiere a la oportunidad de su emisión. El periodismo debe escuchar todas las voces. A todas. Asesinos, criminales, dictadores, corruptos. Por supuesto. Suponer que entrevistar a alguien es darle publicidad sería tanto como cuestionar la existencia de este género periodístico, y el sentido de la propia profesión. Quienes criticaron la entrevista antes de verla, naturalmente, concedían poca importancia de antemano a lo que Otegi dijera en ella o a la actitud que adoptara el entrevistador. Para ellos, directamente, estaba mal que se entrevistara al líder de la izquierda abertzale, exmiembro de ETA y exsecuestrador. Pero creo que es un error. Évole estuvo impecable y si de algo sirvió el encuentro con quien aspira a ser lehendakari como candidato de Bildu es para retratar en toda su miseria moral al entrevistado. El periodista le confrontó con su pasado, le hizo escuchar la voz serena de las víctimas del terrorismo. Y quedó claro que este ser miserable, que fue incapaz de condenar los asesinatos de una banda asesina, sigue básicamente en las mismas. 

Ya sólo el contraste entre la dignidad de Sara Buesa, hija de Fernando Buesa, asesinado por ETA, y la estulticia y cobardía de Otegi dejó bien claro el nivel (o más bien la falta de este) del líder de la izquierda abertzale. No quiere hablar del pasado, Otegi. Vaya por dios. Sólo que ese pasado es muy presente. Lo es para los familiares y amigos de los 800 asesinados por la banda criminal con la que él compartió proyecto y a la que siempre justificó. Y lo es, desde luego, para todos los casos aún no juzgados. Todos los asesinatos de los pistoleros etarras ante los que Otegi calló. Dice que el tema de la condena es la palabra tabú de siempre. Y que cómo osa alguien pedirle condenar lo que en su momento no censuró. En efecto, el programa recordó declaraciones repugnantes de Otegi en las que calificaba de "poner un asunto sobre la mesa", el de la supuesta manipulación de la prensa en Euskadi, el asesinato de un periodista. 

Buesa recordó una anécdota muy relevante. Semanas antes de morir, Otegi le regaló a su padre, líder entonces del PSE, un mechero para que recordara el nombre de su grupo parlamentario, Euskal Herritarrok, con el que se trastabilló en un pleno. El líder de la izquierda abertzale y el padre de Buesa mantenían una relación cordial, correcta al menos. Cuando ETA le asesinó, Otegi no condenó el asesinato. Tampoco condenó el vil asesinato de Miguel Ángel Blanco. Estaba en la playa, él. Y le sorprendió la callada que estaba la gente. De forma vaga, dijo que algo intentó para evitar el brutal asesinato del concejal del PP en Ermua. Del mismo modo cínico en el que distinguió entre el plano humano y el político para hablar de los asesinatos de ETA. O en el que afirmó que lo malo de los atentados contra casas cuarteles de la Guardia Civil es que dentró había también mujeres y niños. No ha cambiado nada este ser infame. Si acaso, a peor. Porque hoy, con ETA vencida, cinco años después del fin de la violencia criminal de la banca, podría hacer algo de autocrítica sin temor a que los suyos se le echaran encima. Pero no se mueve un milímetro. No quiere darles el gusto a ellos, su enemigo, los que no piensan como él, de condenar lo que nunca le pareció mal, en el fondo. O, como mucho, un mal necesario. Y se atreve incluso a sugerir, él, viniendo de donde viene, siendo quién es, que mejor será no insistir mucho en eso de que ETA ha sido derrotada sin conseguir ni uno sólo de sus objetivos, porque eso puede generar frustración en sus seguidores y, quién sabe. 

No sé si fue más repugnante la constante perversión del lenguaje de Otegi o su cinismo descomunal. Intentó, sin éxito, presentarse como algo distinto a un tipo sectario y cegado por un dogmatismo atroz. Sigue siendo el mismo Otegi de siempre. Dijo que hay gente en el Estado español que preferiría que ETA volviera a matar. Afirmó que los criminales que llenaron de bombas el Hipercor de Barcelona, en realidad, no querían matar a nadie, pues ahí había obreros, sino causar daños materiales. Los asesinos avisaron, dijo, con toda la desfachatez y la indedencia que atesora. Otegi decidió en un momento, cientos de muertos después, que era mejor dejar de asesinar a quienes pensaban diferente a él y la chusma que él apoyaba. Por puro tacticismo, el mismo que le llevó a callar tras tantos crímenes. Creo que nada se le debe agradecer. Es cierto que en su mundo, cuando él adoptó este cambio, mucha gente seguía apostando por las pistolas y los coches bomba. Pero de ahí a presentarse como un hombre de paz va un trecho de desmemoria difícil de recorrer con el más mínimo rigor. Empalagan sus reflexiones sobre la historia de la izquierda revolucionaria. Y asquea su frialdad a la hora de eludir su responsabilidad en el pasado de terror que una banda asesina impuso en Euskadi y el resto de España. 

Otegi se retrató como el ser frío, retorcido, cínico e inmoral que es. Para eso sirvió la entrevista. Dicho esto, por supuesto, la entrevista era interesante, como refleja la audiencia que tuvo y también la intención de voto en Euskadi. Muchos ciudadanos respaldan a este señor. Y eso no se puede obviar. Como tampoco se puede negar que todos los partidos políticos que defienden sus posiciones mediante medios pacíficos deben concurrir a las elecciones. La condena a Otegi, eso tampoco lo discutiremos, fue algo dudosa jurídicamente. Y eso es muy grave. También lo son las torturas a presos etarras en el pasado, criticadas duramente por José María Herzog, concejal del PP en Errentería, en el mismo programa. Nada de eso anula la indecencia y falta de valentía moral de Otegi, pero tampoco la obviedad de que el futuro de la sociedad vasca se debe construir de la mano entre quienes sufrieron los asesinatos y el hostigamiento del entorno etarra, y los que lo jalearon. Por eso es tan importante mirar al futuro, sí, pero sin olvidar el pasado. Por eso el intento de blanqueamiento de Otegi y su cinismo repugnan tanto. Y para escuchar todas las voces y retratar a seres como él está el buen periodismo, ese que confía en la madurez de los espectadores.

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