Surrealismo en Cataluña

Salvador Dalí fue un genio del surrealismo. Adentrarse en su obra es dejarse arrastrar por un delirio. Obsesiones, sueños, deseos, rarezas, manías. Es imposible entender el arte del genio ampurdanés. Ni falta que hace, porque el arte no se entiende, se siente. No va tanto de argumentos, razones o explicaciones precisas, sino de emociones y sentimientos. De lo que transmite la obra, no de lo que significa. Últimamente, en la tierra de Dalí su clase política parece haberse puesto de acuerdo en homenajear al artista. No es necesario comprender el arte, pero agradeceríamos poder entender la política. No es el caso. De hecho, los cuadros de Dalí parecen un puzzle infantil sencillo de ensamblar al lado del actual escenario político catalán. No digamos ya si le unimos el bloqueo en España tras las elecciones del 20-D, con la más que probable opción de que se tengan que volver a celebrar elecciones. 

El arte de Dalí es emocional. Inspira. Perturba. Atrapa. Fascina. Porque importan las emociones que provoca. El problema es que la política en Cataluña, desde hace ya demasiado tiempo, tampoco entiende ya de argumentos racionales, de medidas concretas, de gestionar el día a día de los ciudadanos, de intentar mejorar su vida y resolver los problemas sociales. Nada hay más sentimental, más onírico, más carente de sentido racional, que el nacionalismo. Sea cual sea su apellido. Hablamos del catalán, en este caso. Ese sentirse diferente, sólo para remarcar que se es superior. Que uno merece algo más y es especial por haber nacido en un terruño en lugar de en otro. La construcción irreal de un enemigo perverso culpable de todos sus males. La elaboración de un discurso emocional en el que todo, absolutamente todo, se supedita a un bien común mayúsculo, a un proyecto utópico, la República independiente catalana. Un posicionamiento político perfectamente legítimo, pero que se construye en base a fabulaciones surrealistas. 

Ayer, in extremis, Junts Pel Sí y las CUP llegaron a un acuerdo para hacer presidente al alcalde de Girona Carles Puigdemont. Jugada extraña esta de las CUP. Humillan a Mas a cambio de humillarse ellos también. Se cobran su cabeza pero a la vez se hacen el harakiri. Todos ganan. Porque todos pierden. De Cataluña era también es Eugenio, el sensacional humorista que jamás se reía contando chistes. Y era  precisamente esa seriedad narrando las situaciones más disparatadas, lo que más divertía de sus actuaciones. Porque no hay nada más difícil que hacer reír mientras se mantiene una actitud casi taciturna, como no dando importancia al chiste que se cuenta, como si no fuera una broma. Y, otra vez aquí, los políticos catalanes se empeñan en homenajear a Eugenio, pues el pacto de ayer, la renuncia de Mas, la rendición de las CUP, se presentan como algo serio, un gesto de grandeza, sin una sola risa que delate el sinsentido de todo, su desconexión con la realidad. Nos cuentan un chiste, un disparate surrealista, pero lo hacen muy serios, con palabras altisonantes, con trascendencia impostada. 

"Hemos corregido el resultado de las urnas con negociación", dijo ayer Artur Mas para explicar el acuerdo, que le excluye de ese paraíso en la Tierra que sería la Cataluña independiente. "O president o ex president", Dijo. O César o nada. Nunca nadie se humilló tanto por tan poco. Pero con aquella frase, "hemos corregido el pacto de las urnas con negociación", describe a la perfección el proceso independista. Porque es justo eso lo que hace, corregir el resultado, amoldarlo a su gusto. ¿Que no tenemos mayoría de votos a favor de la independiencia? Pues contamos escaños. Aunque presentáramos las elecciones como un plebiscito. ¿Que Convergencia, o lo que quede de ella, representa a la burguesía conservadora catalana y las CUP es un partido anticapitalista? Pues no importa. Nos unimos, poniendo dos diputados al servicio de Junts Pel Sí, porque qué más dan los recortes sociales o los casos de corrupción si lo que está en juego es el gran proyecto de construir un país independiente, aunque lo encabece una formación en las antípodas ideológicas del partido anticapitalista. 

Uno pensaría que los resultados de las urnas se respetan, se interpretan, se cumplen, se acatan. Lo de corregirlo suena feo. Pero, entregados al surrealismo, cualquier cosa es posible. Hay varias frases humillantes y difícilmente comprensibles en el acuerdo, lo cual tiene mérito pues este consta sólo de cuatro puntos. La CUP se compromete a no votar nunca igual que el PP, Ciudadanos y el resto de partidos de la oposición. A no votar nunca en contra del nuevo Govern. O sea, ya saben lo que van a votar de cualquier tema. Cuando solo interesa un asunto, claro, este sectarismo resulta más sencillo. Pero no parecen síntomas de mucha salud democrática, ni de lealtad a unos principios ni de coherencia. Les va a parecer bien todo lo que haga el gobierno. Muy marxista, de Groucho Marx. "Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros". Así que, en pos del proceso separatista, las CUP apoyarán los recortes sociales del gobierno catalán. El último punto del acuerdo es una flagelación a las CUP autoinfligida en favor de la utopía que persiguen. Es brutal el reconocimiento de que han sido muy malos en sus críticas a Junts Pel Sí. Que han sido traviesos y han puesto en riesgo el divino procés, pero ya vuelven al redil. Todo en orden. 

Esta tarde, a las 17 horas, se celebrará la sesión de investidura del nuevo president Carles Puigdemont, de quien lo primero que sabemos es que preside la Asociación de Municipios por la Independencia (todo en mayúsculas, claro) y una declaración en la que hablaba de que los catalanes lograrán expulsar a los invasores, como hicieron los belgas. Línea dura del secesionismo. Nada que no cabría esperar. Recordemos que, antes del sainete para formar gobierno, los partidos independentistas ya acordaron una hoja de ruta que se plantea declarar la independencia en 18 meses. Así que, con Puigdemont al frente, lo esperable a partir de mañana mismo es la aprobación de leyes que conduzcan a la "desconexión" de Cataluña del resto de España, esa opción que votó un 48% de los catalanes, menos de los que apoyaron a opciones no independentistas en los comicios autonómicos. 

El pacto llega, además, en un momento de incertidumbre política en España. Con el PP sin sumar apoyos para seguir en el gobierno y el PSOE decidido a intentar formar un ejecutivo alternativo. La unidad de España, así de sopetón, no es algo que me quite el sueño. Pero sí es el tipo de cosas que debe preocupar a un gobernante y a los partidos que aspiran a mandar en España. Así que las presiones sobre el partido liderado por Pedro Sánchez para que abandone la idea de formar una gran alianza de izquierdas, que requeriría como poco de la abstención de varios partidos independentistas, van a dispararse a partir de ahora. Porque no resulta descabellado pensar que ahora se necesita un gobierno central estable y con suficientes apoyos, lo suficientemente representativo, como para plantar cara al desafío del nuevo gobierno catalán que tendrá un único propósito: la independencia. Y aquí, me temo, llegará el partidismo. Del PP, para presentar al PSOE como un irresponsable si no le da un cheque en blanco. Del PSOE, desnortado como acostumbra. De Podemos, que lo primero que ha dicho en respuesta al acuerdo entre Junts Pel Sí y las CUP es que espera que esto no sirva para que gobierne el PP en España. Vienen tiempos difíciles que requieren altura de miras, algo que no hay, ni por asomo, en la clase política catalana y tampoco, en absoluto, en la española. 

Como ya he escrito otras veces, estoy a favor de una consulta en Cataluña. Una consulta pactada, al estilo de Canadá o el Reino Unido. Pero para eso se tienen que respetar las normas. Para hablar con alguien debe existir un interlocutor con disposición al diálogo. Y nos podemos engañar cuanto queramos, pero es obvio que el nuevo gobierno catalán que se forma a partir de ahora no tiene ninguna intención de hablar. Estoy convencido (todo lo convencido que se puede estar de algo en este disparate) de que si el gobierno central les ofreciera una consulta pactada la rechazarían. Temen que haya nuevas elecciones. No les salen las cuentas. No tuvieron mayoría de votos a favor en las últimas elecciones y el acuerdo surrealista de ayer revela, por encima de cualquier otra consideración, su miedo a una nueva convocatoria electoral. Creen tener la ocasión única de cumplir su ensoñación independentista. Se han construido una realidad alternativa según la cual cuentan con una abrumadora mayoría para la desconexión. No es cierto, pero no van a renunciar a esa fábula. Por eso no quieren nuevas elecciones. Por eso tampoco les valdría ahora un referéndum. La función, entre el esperpento y el surrealismo, continúa. 

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