La muerte es posiblemente el tema más recurrente a lo largo de la historia de la cultura. Entre otras cosas, claro, porque todos nos moriremos un día y porque nadie ha vuelto del más allá para ilustrarnos sobre la experiencia. Del mismo modo que los mejores libros sobre la muerte terminan siendo una auténtica celebración de la vida, en los réquiem, hay también mucha vitalidad, pese a tratarse de composiciones musicales pensadas expresamente para las misas de difuntos. Por la belleza que encierran, por lo que simbolizan, por su intensidad. Es una despedida y, por lo tanto, una forma también de echar la vista atrás y celebrar la vida de quien se va.
Uno de los réquiem más célebres es sin duda el Réquiem en re menor de Mozart, que ayer por la tarde interpretaron el Orfeón Complutense, la Orquesta Ciudad de Alcalá y la Coral Maestro Barbieri de Madrid en la sala sinfónica del Auditorio Nacional. Como siempre aviso cuando escribo de música clásica, estoy lejos de ser un experto. No puedo captar los detalles, carezca de conocimientos y, a veces, cuando veo que los músicos hacen algún gesto o se miran de cierta forma, intuyo que algo no les ha encajado, pero soy incapaz de percibirlo. Soy un absoluto neófito, en fin, así que no puedo más que intentar plasmar con palabras las emociones provocadas por las composiciones, el asombro del trabajo en equipo de tantas personas dando vida a piezas compuestas hace siglos.
Disfruté mucho ayer en el Auditorio, como siempre que voy, porque es siempre refugio, un espacio seguro de armonía y belleza frente al ruido de ahí fuera. Ya antes de empezar el concierto, quedé impresionado por la cantidad de personas en el escenario, con más de un centenar entre músicos, miembros de la coral y componentes del orfeón. Se repitió esa sensación de asombro y fascinación cada vez que los miembros de la coral se ponían en pie, lo que presagiaba un nuevo pasaje con todas sus voces enlazándose con armonía y exquisita precisión con la música de la orquesta.
Pensé entonces que ver a tantas personas juntas, cediendo el protagonismo en el grupo, fundiéndose con sus compañeros, poniendo su talento individual al servicio del colectivo, que representaciones así tienen algo de metáfora de la sociedad. Simbolizan lo que se puede lograr en equipo, buscando un fin común. En este caso, transformar en emociones y lirismo las notas y las letras plasmadas en la partitura. Volver a obrar el milagro tanto tiempo después de cautivar como la primera vez con el Réquiem de Mozart, porque siempre es la primera vez para alguien. También es bello recordarnos que, en medio de tantas guerras y tanto horror, el ser humano sigue siendo capaz de alcanzar estas cotas de belleza, de crear algo genuinamente hermoso y apasionante, de preservarlo y volver a darle vida.
También gusta recordar la peculiar y hasta un tanto esotérica historia del Réquiem de Mozart, que fue su última obra y también una de las más influyentes y valoradas. Cuentan que todo empezó cuando un hombre vestido de negro que no quiso identificarse encargó a Mozart un réquiem. Se supo después que era un enviado del conde Franz von Walsegg, quien quería hacer pasar por suya la composición del réquiem para dedicárselo a su esposa. Mozart se obsesionó entonces con la muerte y comenzó a componer el Réquiem, pensando en su propia misa de difunto, en sus propio funeral. Murió el el 5 de diciembre de 1791, sin tiempo de terminar su composición, que, por encargo de su mujer, acabó su discípulo Franz Xaver Süssmayr.
La de ayer fue, en fin, una tarde maravillosa en el Auditorio Nacional. Una tarde excelente para recordar que existen refugios y lugares seguros consagrados a la belleza y la armonía, que están ahí al alcance de todos y nos ofrecen un momento para aparcar fuera las prisas, las urgencias, los dramas del primer mundo, las injusticias y los espantos varios. Durante el tiempo que duró el concierto, mientras la música y las voces de la coral y el orfeón siguieron sonando, nada importaba más que la belleza que ese centenar de personas estaba creando, nada existía de un modo tan auténtico y poderoso como el Réquiem de Mozart.
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