Trump arrasa

 



Ocho años después de su primera victoria electoral, Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos. Ha sido una victoria arrolladora e incuestionable. Es el juego de la democracia, ése que el propio Trump no respeta cuando dice que sólo acepta la limpieza de las elecciones si las gana. Es el legítimo 47 presidente de la primera potencia económica del mundo, después de haber sido también el 45. Estados Unidos ha elegido como inquilino de la Casa Blanca a un hombre condenado por la Justicia, con varias causas judiciales abiertas, que alentó el asalto al Capitolio y que ha tenido como uno de sus mensajes estrella en la campaña electoral el bulo fanático y xenófobo que dice que los inmigrantes se comen las mascotas de sus vecinos, un hombre abiertamente machista, homófobo y negacionista del cambio climático. 

Hace ocho años, cuando Trump ganó las elecciones presidenciales ante Hillary Clinton, reconozco que no podía dejar de pensar en un capítulo de Los Simpson. En él, Ralph, ese niño con pocas luces, se presentaba a la carrera presidencial en Estados Unidos. Lisa, la chica joven e inteligente que bien puede simbolizar a la generación de mujeres jóvenes aterradas por las políticas machistas de Trump, le dice a su madre que es un desastre que la gente y los medios se tomen en serio la candidatura de Ralph pese a su manifiesta incompetencia. Marge le responde que no se preocupe, que debe tener fe en la sabiduría del elector medio, justo antes de que Bart y Homer (dos hombres, el género que mayoritariamente apoya a Trump) entren en el salón con camisetas y eslóganes de apoyo a Ralph. Además, Bart dice que Ralph le dejará ser secretario de asuntos gamberros, un poco al modo del excéntrico y retrógrado millonario Elon Musk, que espera un papel de asesor en la Administración Trump. 

Hoy, claro, he vuelto a acordarme de ese capítulo de la serie que mejor ha retratado a la sociedad estadounidense y que, desde la ironía y la burla, no ha dejado de adelantarse a los acontecimientos. Hoy abundarán los análisis sesudos sobre los fallos del Partido Demócrata, sobre las razones por las que Kamala Harris no ha podido hacer nada frente a Trump en las elecciones (quizá el rechazo de muchos estadounidenses a tener a una mujer en La Casa Blanca deba estar en alguno de esos análisis). Se hablará de la inflación, del castigo a la administración Biden por el apoyo a Israel en su guerra en Gaza (un apoyo que se quedará en un juego de niños al lado del que ofrecerá Trump a la política belicista de Netanyahu). Se ridiculizarán las políticas woke, ese término despectivo con el que una parte de la población desprecia los derechos de las minorías. Se afirmará que la América real no es la de los actores de Hollywood o las cantantes famosas. Se darán mil y una explicaciones a este resultado. Y habrá que leerlas todas con atención. Y no faltará razón en algunas de ellas, seguro. Pero la realidad es que Estados Unidos ha elegido a un personaje como Trump, promotor de un golpe de Estado, condenado por la Justicia, que miente sin disimulo cada vez que habla, que agita el odio al diferente, cuyo vocabulario es más pobre que el de un niño de primaria

Se puede, y se debe, contextualizar este resultado, y sobre todo, claro, se debe respetar, porque a diferencia de Trump, es fundamental defender la democracia. Es importante intentar entender que ha movido a más de 71 millones de personas a votar a este señor. Pero, quizá, sólo quizá, además de buscar todos los errores de los adversarios de Trump en las elecciones, también conviene preguntarse por qué tantas personas se echan en brazos de un político extremista cuando saben perfectamente que lo es. Votar a un partido con tesis racistas es exactamente eso. Se podrá hablar de todo lo que se quiera, se podrá intentar edulcorar, pero la realidad objetiva es que muchas personas han decidido votar a un señor que defiende políticas xenófobas, que niega los derechos reproductivos de las mujeres, que considera que el cambio climático es una mentira, que llamó a la gente a beber lejía para combatir el Covid. Habrá quien haya votado a Trump por la inflación, los impuestos o lo que se quiera, pero ha votado también sus tesis más radicales y odiosas. Y cada persona que ha elegido esa opción política debe ser responsable y consecuente. Ha votado eso, exactamente eso. 

Trump simboliza una oleada reaccionaria mundial que es incuestionable. No hay más que ver qué líderes han sido los primeros en celebrar su triunfo. Son sus alumnos en Europa y en muchos otros países. Son los que alientan bulos, los que alimentan un discurso retrógrado contra los necesarios avances del feminismo, los que agitan el odio al inmigrante con una absoluta falta de humanidad, los que aprovechan cualquier drama como una riada mortífera para lanzar bulos que generen caos. Trump vuelve a la presidencia en Estados Unidos, y es dramático, pero nunca dejó de ser el líder global del populismo y del extremismo. Él sentó las bases. A él lo imitan, afortunadamente con torpeza en algunos casos, los aprendices de líderes autoritarios en todo el mundo

Cuando se habla de los bulos y de la polarización lo primero que piensan muchas personas es que eso es un invento de los que tienen una ideología distinta a la suya. Los fanáticos de derechas sostienen que es una milonga de la izquierda. Los fanáticos de izquierdas afirman que es todo culpa de la derecha. Con esas actitudes que agitan tantos demagogos con sus bulos, que alientan también periodistas y políticos, se deteriora la democracia. Y es un riesgo serio, una amenaza real. Cuando no se defienden las instituciones democráticas, cuando antes de unas elecciones se afirma que se respetará o no el resultado en función de si gana nuestro candidato o no, cuando nos creemos cualquier bulo con tal de que afiance nuestros prejuicios, cuando desarrollamos odio contra las personas que piensan distinto a nosotros, cuando no importa la verdad porque el fanatismo lo nubla todo, cuando caemos, en fin, en este escenario tan pavoroso en el que ya vive Estados Unidos y que tanto imitan grupos extremistas cada vez más poderosos e influyentes en Europa, la democracia empieza a debilitarse. Y ahí estamos. Es muy grave.

Estados Unidos es, para lo bueno y para lo malo, el espejo en el que se miran las sociedades occidentales. Y generalmente los fenómenos políticos y sociales que nacen allí terminan cruzando el Atlántico. Aquel país vive una brecha salvaje, con dos mitades enfrentadas y con diferencias insalvables, que no sólo no se ponen de acuerdo sobre qué opinión le merecen los hechos, sino que ni siquiera son capaces de manejar los mismos hechos. Hay un 24% de la población, por ejemplo, que cree que el tiroteo en la escuela de Sandy Hook fue un montaje, que no ocurrió de verdad, por culpa del bulo criminal del conspiranoico Axel Jones, próximo a Trump. Esa enorme brecha, no hace falta más que darse una vuelta por Twitter, ha llegado sin duda también a España, donde hay gente con una pasmosa facilidad para obviar que Trump es un delincuente convicto o que impulsó un golpe de Estado hace cuatro años, porque para ellos es un héroe contra los malvados defensores de la teoría woke. 

La victoria de Trump en Estados Unidos aterra a muchas mujeres, a personas migrantes y a personas LGTBI en aquel país. Con razón. Pero también genera un terremoto a nivel internacional. Parece claro que Trump dará carta blanca a Netanyahu para seguir arrasando Gaza. Hay pocas dudas de que retirará el apoyo a Ucrania y se pondrá del lado de Putin. Él dice que quiere acabar con las guerras, lo que no dice tanto es que lo hará poniéndose al lado de los matones, de los que abusan de su fuerza y violan sistemáticamente los Derechos Humanos. También promete aranceles, más proteccionismo económico. Y aislacionismo en cuestiones globales que requieren de la presencia de todos los países del mundo como el cambio climático. El escenario que se abre es preocupante. Es lo que han querido con sus votos los ciudadanos estadounidenses. La democracia devorándose a sí misma desde dentro y con sus propias herramientas. 6 de noviembre de 2024, un día triste y preocupante en el que se ha confirmado que vivimos en la era del odio y del bulo y que en ese terreno Trump no tiene rival. 

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