El cine tiene a veces la capacidad y la valentía de abordar con profundidad y acierto las realidades más atroces de la sociedad. Hay películas que se asoman a los lugares más sombríos para empujarnos a mirar donde es demasiado doloroso mirar, para hacernos reflexionar. Es el caso de la impactante Dalva, de Emmanuelle Nicot, que plantea una terrible historia de abuso sexual de una menor por parte de su padre.
Esta descripción echará para atrás a muchos espectadores que sólo buscan en el cine entretenimiento y no quieren encontrar dramas en la pantalla, porque ya ven bastantes en eso que llamamos realidad. Y es legítimo, cada cual busca en el cine lo que desea. Sencillamente, está película no es para ellos, sino para quienes busquen algo más y crean que a veces está bien que el cine simplemente entretenga, porque a nadie le amarga un dulce, pero que en ocasiones también puede aportar algo más, porque el cine puede ser una cosa y su contraria, porque ahí radica su atractivo.
La película tiene un fondo luminoso y esperanzador, pero la historia que narra es de esas que revuelven el estómago. Los dos grandes aciertos del filme, aparte de atreverse a abordar algo tan sombrío y terrible, son su punto de partida y su perspectiva. Aquí son dos aspectos fundamentales desde cuándo y desde dónde se cuenta la historia de Dalva (Zelda Samson). El primer plano de la película nos muestra a la policía entrando en la casa del padre de la niña, arrestándolo a él y llevándola a ella a un refugio. A medida que avance la película entenderemos el porqué: el padre ha secuestrado a la hija, a la que viste como una mujer adulta y de la que abusa.
La niña no entiende nada porque, como en el mito de la caverna de Platón, ella no ha visto otra realidad. No concibe que eso que hacían (que, en realidad, le hacía su padre, la obligada a hacer) sea algo malo. No entiende de qué se acusa a su progenitor. Está totalmente convencida de que eso es algo normal, que él la ama, y ella a él (no distingue amar de hacer el amor, de ser abusada sexualmente), que todo es perfectamente corriente. La historia se cuenta desde la perspectiva de la niña, que tendrá que tomar conciencia de los terribles abusos que ha sufrido por parte de su padre, conocer la realidad, ver el mundo real y entender que hay otra vida en la que puede tomar sus propias decisiones y no confundir el abuso con ser querida.
Cada plano del filme sigue a la niña. Sus miradas, su adaptación al refugio donde es acogida, sus difíciles comienzos en la escuela, el reencuentro con su madre, de la que estaba segura que la había abandonado cuando ella era niña. En ese brusco golpe de realidad, en ese rescate de la pesadilla en la que vivía, serán imprescindibles Jayden (Alexis Manenti), el cuidador social que atiende a Dalva, y Samia (Fanta Guirassi), su compañera de cuarto en el refugio, que bajo una pose de chica dura siempre enfadada esconde una historia terrible de abandono materno.
Son las conversaciones entre Samia y Dalva y, en general, las escenas que transcurren en ese refugio para menores que no pueden ser cuidados por sus padres, las que más impactan. Porque se muestra una realidad que está ahí aunque no nos percatemos de ella, la de niños y niñas que deberían estar jugando y ser felices, pero que no tienden quién cuide de ellos, que han sido abandonado y maltratados por los que se supone que más deberían quererlos, sus propios padres. La película sirve también de reivindicación de la admirable labor de los trabajadores sociales y recuerda igualmente la importancia de que el Estado atienda a las personas las vulnerables. Para este tipo de cosas se pagan impuestos. Para esto es importante el Estado del bienestar, ése que tanto desdeñan quienes, desde el privilegio, sólo ven a su alrededor a gente mantenida que vive de paguitas públicas. Una película, en fin, tan conmovedora como interesante. No recomendable para todo el mundo, porque es muy dura, pero desde luego un muy valioso ejemplo del mejor cine social.
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