La Bayadera


Fue el poeta Paul Èluard quien dijo que hay otros mundos pero todos están en este. Anoche, a la misma hora a la que un equipo madrileño y otro alemán disputaban la final de la Champions en un templo mundial del fútbol, el ballet de la alemana Ópera de Múnich representaba La Bayadera en el madrileño Teatro Real, un templo mundial de las artes escénicas. Fue una noche memorable. También en el Real (felicidades a los amigos madridistas). 

Cuando La Bayadera se estrenó en San Petersburgo en 1867, no existía la Champions, claro, y el fútbol se había creado unos pocos años antes. Hoy, aquella obra se sigue representando y sigue fascinando por sus suntuosos decorados, sus exóticos vestuarios, la historia de pasión y amor imposible que cuenta, su exquisita música y, por supuesto, las escenas de baile, en particular, del cuerpo de ballet femenino, más numeroso y con más momentos de lucimiento a lo largo de las dos horas y media de representación (incluida media hora de descanso). No en vano, las bayaderas son las bailarinas del templo y están presentes en escena casi en todo momento. 

La obra, que está vagamente inspirada en los dramas en lengua sánscrita del poeta hindú Kalidasa, es una fábula orientalista sobre el amor más grande que la vida, más allá de la muerte. Cuenta con música de Ludwig Minkus con adaptación de Maria Babanina, que acompaña y realza en cada momento la emoción plasmada en el escenario. El libreto y la coreografía original es de Marius Petipa, uno de los más grandes de la historia de la danza. La adaptación de esa coreografía la firma Patrice Bart en esta imponente versión del ballet de la Ópera de Múnich que se estrenó en marzo de 1998 en la ciudad alemana y cuyo director artístico es hoy Laurent Hilaire

La obra está compuesta por dos actos, ambos con tres escenas. Impone desde el comienzo la música, excelsa, con Kevin Rhodes como director. Su apasionamiento es hipnótico. Hay varios momentos de la representación en la que se le va a uno la mirada hacia el foso. Hasta hizo en algún momento ruiditos con la boca para reforzar aún más sus indicaciones a los músicos de la Orquesta Sinfónica de Madrid. Su entrega es total, hasta el punto de que, ya cuando se acerca el final, él mismo aplaude a los bailarines tras un paso especialmente hermoso. El público quedó entusiasmado, incluso más de la cuenta a veces, con vítores y aplausos cuando aún seguía sonando la música. Al final, la ovación fue interminable y absolutamente merecida. 

En estos espectáculos siempre son importantes la escenografía y el vestuario, a cargo de Tomio Mohri, que ensalza la belleza y la grandeza suntuosa de los palacios, o el misterio de un onírico bosque de las sombras en la cuarta escena del segundo acto, quizá la más impresionante de todas. También es fundamental el papel de la iluminación, cuyo responsable es Maurizio Montobbio. Es impactante lo que logra. Hay varios momentos de quedarse con la boca abierta, como cuando ilumina de un modo especial a un personaje que sólo ve otro y no los demás, porque en realidad está muerto, o al final cuando se desata un terremoto. Los juegos de luces, reflejos y sombras durante todo el espectáculo contribuyen de forma notable al éxito del espectáculo. 

Y luego, claro están los bailarines. Vemos aquí bailes rituales, bellísimos pas a deux que representan el amor y la pasión, un increíble paso a tres en la parte final que nunca antes había visto en un escenario y que simboliza las tribulaciones del protagonista, incapaz de olvidar un amor pasado. En la cuarta escena del segundo acto es asombroso el lucimiento del cuerpo de ballet femenino. Justo la anterior al descanso, la tercera escena, deja en varios momentos boquiabiertos también a los espectadores, por los bailes de unos lujosos esponsales, coloridos, de distintos ritmos y realmente impactantes.  

En la representación de anoche, Julian MacKay dio vida a Solor, el noble guerrero que está enamorado de la bayadera Nikiya (Ksenia Shevtosa), pero a quien comprometen con la hija del rajá, Gamzatti (Carollina Bastos). Para enredar aún más la situación, el Gran Brahmán le pide la mano a Nikiya, quien está igualmente enamorada de Solor. El bailarín y las dos bailarinas principales salen más que airosos de los no menores retos a los que se enfrentan. En el primer acto, por cierto, da la sensación de que Julian MacKay tiene una herida en la rodilla derecha, porque se le ve un rastro de sangre. Si fue el caso, desde luego, no se resiente en absoluto. Lo borda, igual que hacen sus compañeras. En el segundo acto, comienza intentando olvidar sus penas con el opio, un momento que es representado con un aire onírico reforzado por el hecho de que vemos la escena a través de telón apenas translúcido que se levanta pasados unos minutos. 

La Bayadera que levanta el Ballet de la Ópera de Múnich, en fin, es un portentoso montaje, un espectáculo de danza que ofrece una sublimación de la belleza, un oasis en medio de este mundo gris y ruidoso. Es un clásico, porque ha superado la prueba  del paso del tiempo, pero eso no quiere decir que no se puedan mantener debates sobre la imagen de la India que ofrece la obra. Bienvenidos sean. Es muy de agradecer el texto de Serge Honegger, asesor artístico del Ballet de la Ópera de Múnich, sobre la representación que se hace de la India y sus prácticas religiosas y culturales, que hoy se considera estereotipada. Es inteligente el enfoque del artículo y demuestra una vez más que en vez de adoptar una tesis taciturna ante los debates del tiempo moderno, lo razonable es siempre estar abierto al intercambio de ideas y a los distintos pintos de vista 

Cuenta Milena Busquets en su último libro, Ensayo general, un instante precioso en el que su madre le apretó la mano con suavidad en un momento especialmente emotivo de una representación del ballet de Maurice Bejart en el Liceu. Años después, ella repite exactamente el mismo gesto con sus hijos cuando en un concierto o en una representación de danza ocurre algo emotivo y particularmente bello y conocedor en el escenario. La Bayadera tiene varios de esos momentos, que son por los que vamos a los teatros y los que, en buena medida, le dan sentido a la vida. Fue una noche increíble y, a tenor de lo que vimos al salir del teatro y recorrer la ciudad tomada por aficionados del Madrid para festejar la Champions, también fue una noche larga para muchos. Pero ésa ya es otra historia. 

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