No podemos culpar a una película de las reacciones que despierta en los espectadores. Sucede con esta película del director de Ocho apellidos vascos algo muy similar, ya digo, a lo que pasa con muchas comedias recientes, cojea del mismo lado. Se presenta como una sátira sobre lo moderno, en este caso, sobre las políticas de izquierdas. Está muy bien reírse de uno mismo, la técnica de ridiculizar y llevar al extremo una posición siempre tiene su gracia, pero el filme está bastante desequilibrado hacia un lado, exactamente hacia el mismo lado de las comedias que se ríen del lenguaje inclusivo, de las personas trans (qué obsesión) o de la irrenunciable e imprescindible lucha contra el cambio climático. Por alguna razón, no hay películas como ésta que, desde la comedia, presentadas como historias blancas y apolíticas, ironicen sobre posturas de extrema derecha. Por lo que sea, de eso las comedias se ríen más bien poco. Seguiremos esperando una película como ésta pero de un político de extrema derecha que quiera volver a la España gris en la que las mujeres sean ciudadanos de segunda, las orientaciones o identidades sexuales no normativas sean despreciadas y cualquier cosa que suena a progreso sea perseguida. Ya veremos qué risas.
En este caso, la película se centra en un joven de izquierdas concienciado con la situación de la España vacía (Lalo Tenorio) que es enviado por su partido a un pueblo perdido de Teruel solo porque el jefe del partido (Paco León) y la novia de aquel (Macarena García) quieren quitárselo de en medio para enrollarse sin que el novio ande por ahí incordiando. Y ése es un poco el tono no particularmente sofisticado que sigue toda la película. El desarrollo de la historia es el previsible: el choque entre las posiciones del joven urbanita de izquierdas con los habitantes del pueblo, la forma en la poco a poco se van conociendo y cogiendo cariño, aprendiendo unos de otros, hasta un final endulzado, muy de comedia romántica, tras escenas efectivas que despiertan risas en los espectadores.
La película es amable y tiene sus momentos divertidos. Hay personajes que dan mucho juego como el que da vida Berta Vázquez, una joven que trabaja en el pueblo y que está deseando irse de allí, que dan mucho juego, así como todos los pueblerinos a los que interpretan actores de oficio acreditado como Tito Valverde o Miguel Rellán. Hay momentos más inspirados que otros, en fin, pero la película se deja ver, siempre con la duda de si cuestiona los estereotipos de los que se ríe o si los alimentará aún más, pero se deja ver.
De trasfondo de la película hay una idea que me parece especialmente conflictiva, con la que no puedo estar de acuerdo. Se viene a defender que lo importante de la política es centrarse en las cosas de comer, que hay que ofrecer soluciones reales para problemas reales. Claro, dicho así, quién no va a estar de acuerdo. Se afea a las políticas de izquierdas que se centran en lo simbólico y no en lo material, tesis ésta muy extendida que viene a decir que lo que necesitan las personas con discapacidad es que las calles sean accesibles, no que se cambie el lenguaje, o que las personas LGTBI necesitan derechos materiales y no gestos simbólicos en pos de la igualdad. Es un enfoque equivocado, porque da a entender, y es rotundamente falso, que esas políticas simbólicas son incompatibles con las medidas más tangibles y materiales.
En la película se ridiculiza el compromiso del protagonista con la lucha contra el climático, el machismo o la búsqueda de la igualdad de las personas LGTB (ausentes por completo de esta película salvo para hacer unas cuantas bromitas sobre las personas trans, siempre en el centro de la diana, siempre blanco fácil). Pero resulta que eso que los críticos tildan de algo simbólico y muy teórico no lo es en absoluto. Sucede que el machismo, la homofobia o el racismo son problemas reales, muy reales, y sólo los pueden minimizar quienes desde el privilegio y el rechazo a pensar de forma crítica sobre la sociedad en la que vive son incapaces de verlos como tal. Entre otras cosas, claro, porque defender la igualdad no es en absoluto incompatible con construir marquesinas o mantener abiertas las escuelas y los centros médicos. Hay a quien le interesa muchísimo despreciar de raíz cualquier discurso que hable de igualdad o de diversidad. Es esa gente que dedica más tiempo y energías a atacar los supuestos excesos de quienes combaten el machismo, la LGTBIfobia o el racismo que a combatir, oh vaya, el machismo, la LGTBIfobia o el racismo. No es complicado unir la línea de puntos y deducir quién gana con estas posiciones.
Todo eso se añade en esta película a una cierta romantización de los pueblos. La gran lección de la película es que el hipster del título (diría que el término hipster, por cierto, se quedó viejo hace bastantes años) aprende a aparcar sus principios teóricos, presentados como bobadas progres, para hablar de las políticas reales, insisto, como si fueran incompatibles, como si defender la igualdad entre hombres y mujeres fuera una simple cuestión retórica, una tontería llena de palabrería hueca que a nadie interesa.
La película de Martínez Soria que aparece en algún momento de Un hipster en la España vacía retrata bien la España de esa época y comedias como ésta, también hace lo propio con la España actual. Y muestra, entre otras cosas, un país en el que, bajo la apariencia de comedias blancas e inofensivas, se pone mucho más empeño en ridiculizar posturas progresistas que en hacer lo propio con las más conservadoras. Por ejemplo, que haya tics machistas en un pueblo no es lo grave o lo que es merecedor de ser criticado, lo que de verdad resulta blanco de las críticas y las risas, vaya por dios, es quien señala esos tics machistas y busca combatirlos, con aciertos y errores, como todo en la vida.
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