Experimento en la prisión de Stanford

Hay películas que son más interesantes por lo que cuentan que por cómo lo cuentan. Experimento en la prisión de Stanford, dirigida por Kyle Patrick Álvarez y estrenada en 2015, es una de ellas. Atrae mucho más la historia real que relata el filme que el modo en que lo hace, pero con eso basta, porque el experimento al que alude el título da lugar a incómodas reflexiones sobre el ser humano. En 1971, Philip Zimbardo, profesor de Stanford, decidió poner en marcha un experimento social en esa misma universidad. El objetivo inicial era estudiar los efectos de las prisiones, de una institución de autoridad que arrebata la libertad a los individuos durante un determinado periodo, sobre los reclusos. Las conclusiones fueron más allá y el experimento terminó siendo un tratado sobre la mente del ser humano y su forma de enfrentarse al poder y la dominación. 


El experimento era sencillo. El profesor de Stanford pidió voluntarios en un anuncio en prensa para formar parte de una simulación en la que habría carceleros y reclusos. Algunos despachos del campus, semivacío por las vacaciones estivales, servirían de celdas. A los voluntarios, que eran jóvenes con ganas de ingresar un dinerillo fácil, se les asignó al azar una de las dos categorías, aunque a los que les tocó en suerte ser guardias se les dijo que habían sido seleccionados expresamente para ese puesto por las cualidades de su personalidad que habían mostrado en la entrevista de selección. En esas entrevistas, la mayoría de los voluntarios afirmaba que prefería ser recluso, porque no se sentirían cómodos en el papel de carcelero. 

El experimento social se presenta de entrada como una especie de juego: unos días haciendo como que se está en la cárcel a cambio de algunos dólares. Todo en orden. Un simulacro, nada más, casi un campamento de verano diferente. Para los jóvenes participantes, una fuente de ingresos sin excesivo esfuerzo. Para el profesor que lo puso en marcha y su equipo, una investigación que podría tener una repercusión positiva en la sociedad, que podría mejorar la vida de los reclusos en las cárceles y su reinserción en la sociedad cuando salieran de prisión. Pero, claro, el experimento no fue exactamente como se esperaba. 

Lo primero que llama la atención de la historia es que todo se descontrolara tanto en tan poco tiempo. En apenas unos días, los carceleros habían mostrado su peor cara, la más sádica, disfrutando de la sensación de dominar a los prisioneros. No tuvo que pasar mucho tiempo para que los encargados de custodiar a los presos ficticios se metieran en el papel y disfrutaran de él haciendo sufrir a los demás. Tan interesante como la reacción de los guardias es la de los que juegan el rol de encarcelados, porque hay rebelión por parte de alguno de ellos, pero la mayoría actúa con una sumisión absoluta, porque pronto llegan a la convicción de que es mejor colaborar, aunque sea dejándose humillar, que rebelarse. 

Es muy impactante lo que se ve en la pantalla, sin necesidad de recurrir a escenas morbosas o abiertamente violentas. Sobre todo, porque guardias y presos eran unos jóvenes normales, pero que con una inusitada facilidad encuentran partes de sí mismos que desconocían. Y eso, la facilidad con la que el lado oscuro del ser humano surge en cuanto se dan las condiciones para ello, es lo que más impacta del filme, por lo demás, algo confuso e irregular en su narración. Impresiona que, dadas las circunstancias correctas, personas perfectamente normales acaben convirtiéndose en monstruos, como se veía también en La tercera ola, basada igualmente en un experimento real, en el que unos jóvenes terminaban abrazando una ideología extremista. Indagar en lo más profundo del ser humano, en la oscuridad que todos albergamos, ayuda a conocer mejor de lo que somos capaces y, llegado el caso, a intentar prevenirlo. Una película, en fin, impactante por lo que cuenta, por las preguntas que plantea y el espejo que nos pone delante para ver nuestra peor cara. 

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