El cuaderno gris

Mientras leía El cuaderno gris, de Josep Pla, deseaba que el libro no terminara nunca, lo cual era imposible, y que yo algún día pudiera escribir unas pocas líneas con la claridad y la brillantez que inundan las 600 páginas del dietario del escritor catalán, algo altamente improbable. Lo que había leído de Pla me había encantado, pero esta obra me ha fascinado tanto que no sé si sabré bien explicar el porqué. Pla escribió El cuaderno gris con 21 años (¡21 años!), así que lo primero que asombra de esta obra, por mucho que se corrigiera antes de su publicación varias décadas después, es la extraordinaria calidad y madurez de estos diarios. Para muchos, su mejor obra. En el prólogo de la maravillosa colección de las mejores obras del siglo XX de El Mundo, Carmen Rigalt destaca de este Plaza su "puntual manera de adjetivar (el adjetivo es la literatura)".


Pla comenzó este diario siendo estudiante de Derecho. Escritor precoz, ya enviaba textos a diarios regionales y afrontaba sus primeros intentos literarios. Nada de lo que escribía le gustaba. Al propio Pla, el mayor crítico de sí mismo, le parecía demasiado alambicado, con tendencia al preciosismo. Su mayor empeño es escribir de forma clara, nítida, directa. Y vaya si lo consigue en este libro. Es asombroso. No cuenta nada extraordinariamente revelador ni comparte reflexiones rompedoras, era un veinteañero, pero sólo su estilo, la forma en la que describe lugares y personas con una maestría nada habitual, cautiva. Encontramos al mejor Pla, ese que, en efecto, adjetiva con una precisión de cirujano, el que se recrea en las descripciones detalladas y exquisitas de los paisajes de su pueblo, Palafrugell, y de Barcelona, donde estudia su carrera. 

Según escribe el propio Pla al comienzo de la obra, la idea de comenzar este diario surge de una epidemia de gripe que suspende las clases universitarias. Retorno entonces el muy precoz escritor a su pueblo. Y desde allí comparte sus vivencias de liberal amante de la buena vida, que sigue con escepticismo y distancia la actualidad política. Adopta una posición algo apolítica, lo que suele ser sinónimo de conservadora. "Una revolución no es más que un cambio brusco del personal dirigente", escribe. 

Pla comparte en este libro opiniones contundentes sobre autores y libros. A veces un poco demasiado contundentes dada su edad. Tal vez esos pequeños toques de grandilocuencia (cuando dice de tal autor que es el mejor de su generación, como si hubiera tenido tiempo de leerlos a todos) es lo único que desluce mínimamente esta obra. Pero da bastante igual, porque, de nuevo, su estilo atrapa, no por extraordinario, lírico o rebuscado, no; precisamente por todo lo contrario, por claro, limpio, precioso, exquisitamente sencillo. Algunas de sus opiniones pueden perfectamente no compartirse. Dará igual, el lector admirará igualmente su talento. Uno puede sentir cierta distancia hacia su acomodada vida burguesa, por ejemplo. O no compartir su desprecio abierto al cine. O, por supuesto, siente rechazo hacia algún comentario más bien machista. Pero, de nuevo, el estilo de Pla puede con casi todo. No importa tanto lo que cuenta o lo que opina, sino cómo lo escribe. 

"El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir qué opinar. Infinitamente más. En vista de lo cual todo el mundo opina", escribe Pla. Y tiene razón. Precisamente lo que hace él, mucho más que opinar, es describir. Si brillantes son las descripciones de los paisajes de su país, más aún lo son lo de las personas con las que se cruza, los autores a los que trata o los vecinos de su pueblo. En tres frases describe su personalidad y su apariencia física, aspecto este último al que Pla da importancia, porque desde muy joven mostró una especial sensibilidad hacia la estética. 

Hay reflexiones muy atractivas sobre la literatura. Pla, un jovencísimo Pla en este diario, escribe sobre la literatura que le gusta y la que no. Es su primera obra, así que no deja de ser un experimento. Y en él comparte Pla durante varias ocasiones sus dudas sobre el destino de esta obra, qué será de ella, si se publicará algún día y si, llegado el caso, funcionará en su conjunto. Y también comparte el autor cómo quiere escribir. “Yo querría escribir en un estilo que fuese seco como el whisky”, leemos. O también, "como todos los tímidos, yo soy capaz de momentos de audacia. Estos momentos de audacia se me producen, generalmente, cuando tengo una pluma en la mano".

Conviven en Pla una enorme curiosidad por el mundo que le rodea por una incipiente misantropía. "La soledad humana es un hecho biológico sagrado", llega a escribir. "El hombre es un animal cerrado en sí mismo, impenetrable, inexplicable, incapaz de ser expresado de fuera adentro ni de expresarse de dentro a fuera". Pla, como varios de los mejores escritores, reivindica la banalidad, porque considera que es la fórmula más agradable de la convivencia, "la banalidad, la conversación banal, banalísima". Escribe en otro pasaje de la obra: "llegar a una banalidad profunda puede ser, a mi entender, un auténtico propósito literario". 

El autor no vive de espaldas a la realidad social de los años en los que escribe el diario, 1918 y 1919. Por ejemplo, el armisticio de la I Guerra Mundial. Ese día, por cierto, Pla escribe:  “cuando han vencido, los vencedores me interesan menos que antes de vencer". Pero la política tampoco le quita el sueño. Y su prosa brilla más, de hecho, cuando escribe sobre cuestiones cotidianas, desde la relación con su familia hasta loas tertulias de café. Entre medias, claro, también reflexiona sobre la vida yt las relaciones humanas. Deja algunas perlas como esta: "cuando las personas se conocen y se tratan asiduamente, tienden a la mutua confesión y toda confesión implica el descubrimiento de debilidades innumerables, de considerables errores, de intimidades grotescas, de incontables ridículos". Y, mientras, avanza la vida en una obra fascinante, hasta ese maravilloso final, que escribe justo antes de ser enviado como corresponsal a Francia: “el viaje a París se producirá pasado mañana”. 

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