Holanda: poco que celebrar

Puede que la mejor prueba de lo delicada que es la situación en Europa, con el auge de los extremismos casi en cada esquina del continente, es que hoy andamos celebrando el segundo puesto de una formación racista e intolerante en las elecciones en Holanda. Evidentemente, celebramos, con alivio, que Geert Wilders no haya ganado los comicios. Pero parecemos olvidar que su partido, el PVV, ha obtenido el mejor resultado de su historia, con 20 escaños. Nunca antes tantos holandeses habían apoyado a esta formación, que asienta su discurso político en el odio a los musulmanes y que propugnaba la salida del país de la Unión Europea. No parece algo particularmente positivo. 


Wilders no gobernará, no. Eso ya lo sabíamos antes de las elecciones, por el muy fragmentado Parlamento holandés. Además, no se llevará el triunfo simbólico de ganar las elecciones, lo que evitará que se presente como un mártir al que el resto de partidos hacían el vacío pese a haber recibido el respaldo masivo de los ciudadanos. También es cierto que ha habido una movilización sin precedentes, lo que hace indicar que muchos holandeses han decidido ir a votar para frenar a esta versión holandesa de Donald Trump. Todo eso es verdad y son los motivos que arguyen hoy los analistas para recibir con alivio los resultados de las elecciones holandesas. Pero quizá es prematuro proclamar la muerte de los populismos y de la extrema derecha en Europa. Básicamente, porque están muy vivos. 

En principio, el actual primer ministro holandés, Mark Rutte, seguirá gobernando en el país, gracias a su triunfo electoral, con 33 escaños, nueve menos que actualmente. Pero el político liberal necesitará, como mínimo, a otros cuatro partidos para formar gobierno. De las elecciones de ayer destaca también el desplome de los socialistas holandeses y el resultado histórico de Los Verdes. 

Respecto al batacazo del partido socialista, no parece diferir demasiado de lo que le ocurren a las otras formaciones socialdemócratas en Europa. Hay una parte del electorado que se ha sentido abandonado, o simplemente no representada, por los partidos socialistas. No es nada distinto a lo que sucede en Francia, por ejemplo, donde el partido socialista no tiene la menor oportunidad de pasar a la segunda vuelta de las elecciones, si bien Macron, procedente de esa formación, pero con otras siglas, sí cuenta con opciones. Quizá el hecho de que la acción de gobierno de Hollande no haya diferido demasiado de la de cualquier gobierno de derechas de Europa tiene algo que ver con su pésima imagen entre el electorado. Puede que, cuando partidos que, en teoría, deberían marcar diferencias en su política económica, no lo hacen, muchos ciudadanos se echen en brazos de opciones alternativas y radicales. La incapacidad de la socialdemocracia de plantear un modelo alternativo, una forma distinta de afrontar la crisis, nueva soluciones para reavivar su visión económica en el siglo XXI, es dramática y está detrás, en parte, del auge de los extremismos. 

Es evidente que Le Pen, Trump o Wilders, salvando las distancias de cada uno de sus países, pescan en caladeros similares. En la clase trabajadora, por ejemplo, que ya no se siente defendida por socialistas o demócratas, en Estados Unidos. Y también hay una verdad incómoda transversal al apoyo inquietante de estos extremistas: el racismo. Se pueden emplear cuantos eufemismos se quieran (miedo al diferente, ignorancia, egoísmo) pero es puritito racismo. Es lo mismo que empujó a la mayoría de los británicos a votar a favor del Brexit: los extranjeros son una amenaza. Por eso hay tan poco que celebrar en los resultados de las elecciones holandesas, en las que un tipo que ha propagado un discurso del odio ha sido el segundo más votado. Ojalá con los comicios de ayer se pudiera dar por terminada la pesadilla de la extrema derecha en Europa. Nada más lejos, me temo. 

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