París, 1941. Una ciudad ocupada por los nazis en la que se impone la persecución a los judíos. Joffo, un peluquero preocupado por la creciente oleada de antisemitismo, reúne a sus dos hijos menores, Joseph y Maurice, de 10 y 12 años. Les da 5.000 francos y les pide marcharse de París en busca de sus hermanos mayores. Toda la familia Joffo se desperdiga por Francia intentando huir del odio, la sinrazón y la guerra. Así comienza Un saco de canicas, una novela que no es tal, por cuento está narrada en primera persona por el propio Joseph Joffo, ese chico de 10 años que de pronto perdió la inocencia y la niñez al verse lanzado a sobrevivir en un ambiente hostil en el que se le alecciona para ocultar su origen judía (que a esa edad, naturalmente, no termina de comprender), porque sólo así podrá salvar la vida. Con 40 años, tras un accidente de esquí que le obligó a guardar reposo, Jospeh Joffo plasmó los recuerdos de su niñez en este necesario y bello libro.
El título no puede ser más acertado, pues ese saco de canicas alude a la inocencia, a los juegos de la niñez, a todo eso que perdió el joven Joseph en esa huida junto a su hermano, una huida constante pegado al morral, una lección acelerada de lo peor del ser humano y de supervivencia. "Me parece que las tabas ya no me tentarían ahora, ni las canicas, un partido de fútbol sí, pero no mucho... Y, sin embargo, esas son las diversiones de los chicos de mi edad, aún no he cumplido los doce años, todo eso debería gustarme, bueno, pues no me gusta. Tal vez hasta ahora he venido creyendo que saldría indemne de esta guerra, y tal vez ahí estaba el error. No me han quitado la vida, pero seguramente han hecho algo peor, me han robado mi infancia, han matado en mí el niño que hubiese podido ser...", cuenta en un pasaje demoledor de este libro narrado con un estilo directo que no renuncia al sentido del humor y a la ironía en la recreación de su juventud, con esa actitud mitad cariñosa mitad paródica con la que uno se trata a sí mismo cuando era niño.
Esta presencia del sentido del humor en la novela, en parte por el modo en el que el autor reflexiona sobre lo que sentía cuando era niño (su enamoramiento de una joven, por ejemplo, o la trascendencia colosal que le otorgaba a su colección de canicas al principio, cuando no se sentía odiado por ser judío), ayuda a rebajar la tensión, la gravedad de lo que acontece en la novela. Y es algo brutal. La imagen de dos niños viajando solos, literalmente buscándose la vida en un país en guerra. Es ese odio irracional, esa persecución imbécil y ciega, una de las presencias constantes de la novela. "Nunca jamás digáis que sois judíos", les dice su padre antes de dejarlos marchar. "Papà, ¿qué es ser judío?", responde Joseph. Tiene 10 años. Nada sabe de religión, tradiciones o historia. Sólo de canicas, juegos, diversión. Pero de golpe se encuentran escondiendo aquello que son, sin ser del todo conscientes de ello.
La otra presencia constante, asfixiante, irrespirable, en la novela, en la infancia de Jospeh Joffo que él decide recrear en un libro, explica en el epílogo de esta obra, pensando en su hijo y para contribuir a que algo así nunca jamás vuelva a suceder, es la guerra. La guerra en los periódicos que reparte el joven chaval para ganarse la vida. La guerra en los soldados italianos y alemanes en la Francia ocupada. La guerra en los partes radiofónicos. Siempre, en todo momento y situación, la guerra. Muestra el autor cómo de niño, antes de su peripecia personal continuamente a la huida para salvar su vida, pensaba que la guerra tendría un sentido, que los militares serían personas inteligentes, preparadas, con tácticas. Pero luego se encuentra con una burocracia que contrasta con la gravedad de las batallas. Se encuentra, por ejemplo, con militares que gastan días, semanas, en demostrar que un niño es judío para enviarlo a un campo de concentración, mientras, según cuentan los medios, el ejército nazi está perdiendo terreno.
La historia transcurre en la Francia ocupada, en el régimen de Vichy. En su viaje por el país, los hermanos Joffo se encuentran con unos cuantos ciudadanos franceses que no sólo comprenden sino bendicen esa actitud, quizá la más bochornosa de la historia reciente del país galo, de sumisión al fascismo de Petáin. Una de esas heridas del pasado que todo país tiene. Para Francia, sin duda, es el colaboracionismo con tanta intransigencia y maldad durante aquellos años. Pero, a la vez en el libro también aparece la bondad, la generosidad de las muchas personas que ayudan a los dos hermanos Joffo, desde una mujer que les da cobijo en una noche invernal hasta un médico que les echa un mano en un momento crítico para ellos. Así que, al lado de una de las mayores ignominias de la historia de la historia de la humanidad, la persecución fanática a millones de personas por el mero hecho de ser judías, nos encontramos también con la gente buena, con las personas que no comprenden tanto odio y ayudan a quienes padecen injusticias.
El sentido del humor, como digo, es una herramienta de la que se sirve Joseph Joffo para hacer menos dolorosa y traumática la lectura de la obra. Incluso entretenida y divertida por momentos, algo desde luego complicado hablando de algo tan serio, y adermás en primera persona. Ayuda, creo, a este tono de la novela el paso del tiempo (lo escribió unos 30 años después de los hechos narrados). Incluso recoge el autor cómo sus padres, quizá para hacerles más llevadero a los niños que nada comprenden, que incluso cuando se ven marcados con la estrella creen haber sido premiados por algo, cuentan chistes sobre la situación de los judíos, como aquel en el que un hombre cuenta "la culpa de todo lo tienen los judíos y los barberos". ¿Y por qué los barberos?", le responde otro.
En el epílogo de esta sencilla pero adorable novela basada en hechos reales, Jospeh Joffo habla de la necesidad de recordar el pasado, entre otras cosas, porque el pueblo que no conoce su historia está condenada a repetirla. Vivimos convencidos de que jamás se volverá a dar una locura colectiva como la del fascismo en Europa, pero lo cierto es que es muy aventurado afirmar tal cosa. El mejor antídoto contra el totalitarismo y el fanatismo es recordar todo el horror causado por el ser humano en un pasado no tan lejano. Nada hay tan frecuente en las discusiones de cualquier tipo como sacar a colación a los nazis, lo que sirve para banalizar ese régimen de odio e intolerancia. Así que no comparemos algunas de las injusticias discriminaciones que vivimos hoy con la acción criminal de los nazis, pero sí constatamos cuán necesario sigue siendo echar la vista atrás para ver que las ideologías del horror, de la superioridad racial, de la xenofobia y del fanatismo han causado tanto daño que deberíamos estar vacunados contra ellas. Leer sobre aquel pasado es adquirir anticuerpos contra la sinrazón. Por ejemplo, comprobar espantados cómo dos niños perdieron la inocencia hace no tanto y no tan lejos de donde estamos por ser judíos.
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