Bienvenidas

Es curioso. Los aeropuertos me parecen lugares inhóspitos, fríos. Y creo que es el medio de transporte, con mucha diferencia, más incómodo para el viajero. Retrasos, necesidad de facturas con mucha antelación, esperas de las maletas, aeropuertos lejos del centro de la ciudad a la que te desplazas, controles en los que te descalzan y desnudan a la primera de cambios... Sin embargo, me fascinan las salas de llegadas de los aeródromos. Es algo cautivador. Tanta gente que llega de lugares remotos y, sobre todo, tantas personas que los aguardan fuera. Tiene algo de mágico esa puerta que se abre y se cierra constantemente, esos paneles que indican si el vuelo donde viaja tu ser querido está ya en tierra o no, esas caras que esconden tantas historias. 

Siempre he pensado que el Metro de una gran ciudad como Madrid es un telón de fondo sensacional para escribir una novela, pues acoge cada día a miles de personas, cada una con sus preocupaciones e ilusiones a cuestas. Con cuánta gente nos cruzamos a lo largo del día de la que nada sabemos y que nada saben de nosotros. Ni su destino, ni el propósito de su viaje, ni qué es eso que leen o en lo que andan pensando. Compartimos medio de transporte, cruzamos en ocasiones miradas o breves palabras, pero nada sabemos del de enfrente. Es, claro, una de las grandes virtudes de la ciudad. Cada uno hace su vida sin preguntar al de al lado, cada cual va a lo suyo. Pero, sin embargo, uno a veces no puede dejar de pensar en este confluir de existencias que no se rozan, de historias cruzadas que siguen sus caminos dispersos. 

Esta sensación de estar rodeados de vidas desconocidas, de pensamientos, deseos e ilusiones que no puedes más que imaginar y fabular si se ha acabado tu novela o dejas de mirar al móvil un rato y echas una ojeada por el vagón de Metro se multiplica exponencialmente en el aeropuerto, especialmente en las salas de llegadas y quizá más especialmente aún en las de llegadas internacionales. Es un ritual portentoso. Una alta concentración de emociones y sentimientos, un lugar fabuloso donde personas que, de nuevo, de nada se conocen, cada una arrastrando su maleta y su propia existencia, lo que la hace única, especial, lo que explica ese viaje o esa sonrisa que de repente se le dibuja en la cara al aterrizar al vecino de asiento en el avión, se cruzan, al igual que lo hacen sus seres queridos que les esperan al otro lado de las puertas, en esa valla que separa afectos y regula abrazos y besos. 

Indefectiblemente, lo tengo comprobado, cuando uno sale del avión y se abre la puerta que da a la sala de llegas, mira a la gente allí concentrada. Aunque tenga la certeza de que nadie estará allí esperándole, aunque se haya insistido a familia y amigos que no vayan a recogerte o incluso aunque no se haya compartido con nadie la hora del vuelo. Aunque, en realidad, no se desee encontrar a nadie al otro lado de la valla. Da igual. Siempre se mira. Siempre se busca con la mirada, cada uno sabe a quién. De forma instintiva se hace un rápido reconocimiento facial de las personas allí concentradas. Diría que un 99% de quienes acaban de aterrizar hacen lo propio, aunque sea mucho menor el porcentaje de quienes esperan a alguien que les recoja. 

Es paradójico que en un lugar tan frío, tan áspero, tan incómodo para las personas como un aeropuerto, se den cobijo a tantas emociones, a tantos sentimientos humanos. Y así es, sin embargo. Atrás quedan los tediosos protocolos de seguridad, las facturaciones y las esperas interminables. Parecen formar parte de otra realidad. Porque cuando se abre la puerta de la sala de llegadas, lo humano toma el control de la situación. Y quienes salen buscan rostros conocidos entre las personas que esperan al otro lado. Y, claro, quienes esperan viven en un estado de nerviosismo a la espera de ver salir por la puerta a su hermano, padre, novio, amigo... Es un incesante fluir de personas, de vidas con sus dramas y sus alegrías, con sus inquietudes y satisfacciones. No deja de salir gente. Y cuando se abre la puerta mecánica se aprovecha ese corto espacio en el que queda abierta para mirar más allá, por si acaso viene la persona a la que aguardamos, la que va a recibir un abrazo que lo diga todo, la de quienes queremos volver a tener enfrente, la de quien añoramos. 

El lunes acudí al aeropuerto con mi madre a dar la bienvenida a mi hermano, que llevaba un par de semanas fuera por cuestiones de trabajo. Constatamos entonces, otra vez, que la sala de llegadas del aeropuerto es un teatro, en el mejor sentido del término, de la vida. Una función ininterrumpida donde se ven todo tipo de reacciones y un sinfín de emociones. No es mal sitio para echar unas horas observando lo que ocurre. Pararse ahí, en las vallas enfrente a la puerta de llegadas y simplemente mirar. Dejarse envolver por la atmósfera singular que rodea la zona. Abuelos que reciben emocionados y radiantes a nietos que, imaginamos, hace tiempo que no ven. Un joven que nada más salir ve la cara de otro y echa a correr, dejando incluso caer uno de sus equipajes, para abrazarlo con emoción. Una niña que vuela suela y, acompañada por su azafata, se echa en brazos de su padre, quien ha invadido el espacio que marca la valla porque la espera sin su princesa se hacía ya insostenible. Unos adolescentes que viene de un viaje, tal vez el primero de su vida, su primera gran experiencia fuera de casa, que se alegran al ver a sus padres esperando, aunque acto seguido llegue el clásico "ay, mamá, que me ahogas" o esas poses tan propias de la edad. 

Piensa uno en lo bonito que es que alguien te quiera tanto. Piensa que una aspiración sencilla, sí, pero suficiente sería tener siempre a alguien que esté al otro lado de la valla, que sonría y se ilusione al ver tu cara aparecer tras esa puerta en una sala de llegadas de un aeropuerto. Curiosamente, un paraíso de sentimientos y emociones en medio de esa selva sin ley que es todo aeródromo. En la terminal de llegadas de un aeropuerto uno confía en el género humano. Sí, claro, en esa misma zona es donde también llegan objetos de contrabando o droga. Pero no vayamos a quitarle magia al relato. Basta hacer un breve recorrido por las caras de quienes esperan a los suyos y los gestos de efusividad y alegría sincera de los viajeros cuando salen y ven que alguien se ha acordado de ir a recogerle, a darle el abrazo de bienvenida, a recordarle que allí donde ha aterrizado tiene gente que le quiere y que le añora, basta ese ejercicio visual, digo, para ver que el cariño, el amor y la amistad siguen siendo primordiales en este mundo loco y apresurado en que vivimos. Que incluso e un lugar como un aeropuerto quedan espacios para los sentimientos. 

Comentarios