Creo que este año es el que más artículos de cultura he escrito en el blog, lo que me alegra mucho porque sin duda la literatura, el cine, el teatro, la música y cualquier otra representación artística son siempre la mejor compañía, el mejor refugio ante las prisas y la locura de nuestro mundo. Sirve para evadirnos de él o para intentar comprenderlo mejor. Decía el año pasado por estas fechas que la cultura tiene un carácter de experiencia personal, individual, por lo que el resumen cultural de este 2014 versará más sobre mis propias experiencias que sobre aquello que ha sido noticia este año. El artículo de hoy lo dedicaré al cine y al teatro, para hablar mañana de libros y otras representaciones culturales.
Si echo la vista atrás, tengo pocas dudas a la hora de elegir la película que más me ha conmovido este 2014. Una historia que hace de lo cotidiano una experiencia formidable, que recrea con precisión de relojero el paso del tiempo, que nos hace crecer a la vez que su personaje, ver la vida pasar. Hablo de Boyhood, la película que Richard Linklater rodó durante 12 años. Una joya que nos regala diálogos inolvidables ("la vida no trae barreras...", "no tengo la respuesta, nadie la tiene, todos improvisamos...", "siento que hay muchas cosas que quiero hacer y no hago por el qué dirán, por aparentar normalidad,,, sea lo que sea lo que eso signifique.."), personas bien construidos, una capacidad deslumbrante por convertir en algo lírico una historia reconocible, verosímil, en la que el paso del tiempo atrapa, sin grandes noticias, sin sorprendentes giros de guión, sólo con la puesta en escena del fluir de la vida. Nada más y nada menos.
Al lado de Boyhood, cualquier otra película se empequeñece, porque creo que esta cinta consigue generar una atracción en el espectador poco frecuente. Posee un magnetismo mágico. Queremos seguir viviendo en Boyhood, queremos continuar recordando nuestra infancia, viéndonos reflejado en las preocupaciones, las tristezas y las alegrías que otros personajes viven en la pantalla. Por cierto, el director ha declarado que no descarta rodar una secuela de esta película. Veremos. Pero ha sido este un año de buen cine. Siempre escribo que voy a las salas menos de lo que me gustaría y este año lo sigo afirmando, aunque en realidad lo hago con menos argumentos que en anteriores ocasiones, porque he conseguido disfrutar del séptimo arte más que en otros años. En España el gran fenómeno cinematográfico, responsable de las cifras récord de taquilla y cuota de pantalla del cine patrio, ha sido Ocho apellidos vascos, una comedia divertida y, en mi opinión, algo sobrevalorada que cuenta la una historia de amor entre un sevillano pijo y una vasca abertzale. Ha sido un éxito nunca antes visto y bienvenido sea, al menos porque sirve, junto a otras películas que han funcionado bien en taquilla, para demostrar la variedad del cine español y su capacidad para atraer a los espectadores.
Otras cinco películas, radicalmente distintas, que he visto este año y que me han convencido han sido The Amazing Spiderman 2, Open Windows, Begin Again, Interstellar y Magia a la luz de la luna. La primera cumple con lo que se espera de ella, la clásica historia de superhéroes con escenas de acción. La segunda es un osado experimento cinematográfico de Nacho Vigalondo con un argumento bastante inclasificable y en el que lo que el espectador observa en pantalla es lo que ve uno de los protagonistas de la cinta en su ordenador portátil. Begin Again es, tras Boyhood, mi segundo película preferida del año. Es una historia optimista en la que se muestra el poder reparador de la música. Bajo la apariencia de una comedia romántica convencional encontramos una cinta notable que desborda sensibilidad e inyecta vitalismo en vena.
A Interstellar le debo que haya cambiado mi percepción sobre la ciencia ficción, porque en ella el asombroso viaje por el espacio y los complicados conceptos científicos que se plantean son sólo dos de los pilares de la cinta, pero no necesariamente los más importantes, pues esta nos deja sugerentes reflexiones sobre nuestro papel en el planeta y, en especial, un tratado sobre las relaciones entre padres e hijos. Es una genialidad. Mientras, ya se ha convertido en una tradición de cada año acudir al cine a ver la última propuesta de Woody Allen. Este año nos regaló a sus seguidores Magia a la luz de la luna, una historia típica del genio neoyorquino que no es de sus mejores trabajos pero que convence gracias al buen oficio de Allen y a su prodigiosa capacidad de poner en pie historias atractivas con cuatro recursos de esos clásicos que jalonan su filmografía.
Si Ocho apellidos vascos ha liderado, sin rival, la taquilla en España, La isla mínima ha sido la película española con un mayor éxito entre los críticos. Es un impecable trhiller ambientado en la España rural de los años 80, época en la que el país empezaba a dejar atrás la gris dictadura. La película de Alberto Rodríguez ofrece tensión hasta el final y nos regala unas espléndidas interpretaciones de Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo. En mi opinión, la comedia española del año (estrenada en 2013, en realidad) ha sido Tres bodas de más. También es muy recomendable Relatos salvajes, una coproducción hispano argentina que nos muestra a personas corrientes que deciden tomarse la justicia por su mano y divierten con su actitud desenfrenada. La cinta será la candidata de Argentina al Oscar a mejor película no inglesa. La gran triunfadora de otros premios de cine, los Goya, fue Vivir es fácil con los ojos cerrados, una delicada y vitalista historia de David Trueba. Por terminar con el capítulo de premios de cine, por cierto, una de las buenas noticias que nos ha dejado este 2014 ha sido la creación de los Premios Feroz, entregados por la Asociación de Informadores Cinematográficos de España, cuya segunda edición se celebrará el próximo 25 de enero. Una suerte de Globos de oro españoles que ofrecieron una ceremonia desenfada y divertida. Otra experiencia que recuerdo a la hora de hacer balance de este 2014 es el cine de verano de La Bombilla en Madrid, que disfruté por primera vez (y por partida doble), y eso que el Festival de Cine al Aire Libre (Fescinal) cumplió 30 años. Nunca es tarde si la dicha es buena.
También este año he acudido por primera vez a la sala off del Teatro Lara. La experiencia no pudo ser más gratificante, pues al aliciente de disfrutar del teatro en su esencia más pura, en un espacio reducido donde se escucha respirar a los actores y se vive más cerca que en ningún otro lugar la verdad que transpira la interpretación, se sumó el acierto en la elección de la obra. Disfruté de Smiley, una historia de amor entre dos hombres donde lo menos importante es, precisamente, que sus protagonistas sean dos jóvenes homosexuales. Aborda esta obra el amor, eso que todos hemos sentido, sin adjetivos. Lo que se siente cuando dos personas en apariencia radicalmente distintas se sienten atraídas. Álex y Bruno son de esos personajes que te acompañan durante un largo tiempo después de disfrutar de su historia sobre el escenario gracias al buen hacer interpretativo de Ramón Pujol y Aitor Merino y, en especial, al fresco, irreverente e inteligente texto de Guillem Clua. Otra obra de teatro con la que he reído mucho este 2014 es El nombre, donde algo tan simple como la elección del nombre para un hijo que está en camino puede destapar la caja de los truenos en una reunión de amigos, desvelando que a veces la falta de comunicación es un buen pegamento para mantener algunas relaciones.
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