¿El fin de la conversación?

 

Empecé a leer ¿El fin de la conversación? La palabra en una sociedad espectral, el ensayo de David Le Breton editado por Métailié, en la plaza del ayuntamiento de Narbona, después de comprar el libro en Libellis, una coqueta librería independiente de la ciudad francesa. Casi nada más empezar el libro, el autor escribe: “basta echar un vistazo en cualquier calle de cualquier ciudad del mundo y ver cuántas personas caminan con los ojos fijos en su móvil, para consultar algo, enviar un mensaje o hablar por teléfono”. Levanto la vista del libro y cuento rápidamente a seis personas pegadas al móvil. Siete si me sumo yo al sacar el móvil para anotar, claro. Termino el libro en un AVE en cuyo vagón calculo que cerca del 90% de las personas usa su teléfono móvil, tablet u ordenador portátil. Entre ellas, una mujer que ve muy buena idea escuchar un programa de pseudociencia a todo trapo en su móvil. 

El libro del autor, que es profesor de sociología, tiene una tesis clara: el auge de los llamados teléfonos inteligentes ha provocado un tremendo cambio a peor en nuestras sociedades y entre sus principales víctimas está la conversación, entendida como el diálogo con otros, a veces sin profundidad ni objetivo alguno, pero cara a cara, reconociendo al otro, mostrando verdadero interés por escuchar lo que tenga que decir. Según el autor, la conversación ha sido sustituida por la comunicación, que es unilateral e individualista, en la que todo está mediado por una pantalla y donde la profundidad, la discrepancia o el intercambio de ideas no son posibles. 

El propio autor reconoce que escribe desde una minoría y que sabe que la batalla está perdida de antemano, entre otras cosas, porque para los más jóvenes, ese mundo que él reivindica jamás ha existido. Hoy en día, concede, no es realista pretender que de pronto la gente deje de usar de forma abusiva el teléfono móvil o que abandone en masa las redes sociales. Y, sin embargo, el autor defiende un modo más sosegado de estar en el mundo, más abierto al otro, aunque suene a vestigio de un pasado que no volverá. Por momentos, el libro adopta un tono un tanto apocalíptico, pero no se le puede quitar la razón en muchas de las ideas que defiende. Además, tan rodeados de tecnooptimismo y devoción bobalicona a las redes sociales, tampoco está de más leer posturas razonadas en la dirección contraria, para variar. 

Afirma Le Breton, y tiene razón, que el móvil podría hacer sido sólo un instrumento útil en determinadas circunstancias y para según qué necesidades, pero que ha colonizado la vida de millones de personas. Lo presenta como un instrumento de hiperindividualismo, porque nos hace creer que el mundo y la gente alrededor están ahí para nosotros, a nuestro servicio. Y también cuesta quitarle la razón cuando explica que es increíble que como sociedad hayamos decidido que no es una falta de respeto, o incluso que es de lo más normal, que alguien consulte el móvil a cada rato aunque esté hablando en persona o tomando algo con otra gente, o que tengamos el smartphone permanentemente encima de la mesa, no vaya a ser que nos perdamos la última notificación. 

Sí, el autor es bastante demoledor en sus críticas a las redes sociales y los teléfonos inteligentes, pero el libro no es una pataleta de alguien que no comprende una moda o que está reñido con su tiempo. Lejos de eso, el ensayo se apoya en no pocos estudios que demuestran, por ejemplo, que hay más soledad y depresión en los jóvenes desde que se ha extendido el uso de los teléfonos inteligentes, que los problemas de concentración y de sueño son mayores entre los menores cuyas familias no ponen límites al uso de las pantallas o que ha caído el número de amigos reales (a los que se cuentan temas importantes e íntimos). Claro que se podrá decir que todo esto puede tener más de una explicación, y es verdad, pero a poco que miremos alrededor parece difícil rebatir al autor en muchas de sus críticas.  

Además, el libro señala la evidencia de que  el desarrollo de la tecnología, particularmente Internet y, más en concreto, los smartphones, no han disminuido el estrés de la gente, sino todo lo contrario. También cita varios estudios que muestran el aumento del sedentarismo entre los adolescentes, que han crecido los discursos de odio y que, dada la simplificación de las redes, han ido desapareciendo del debate público las sutilezas y la complejidad del mundo.  

El libro no es sólo un ataque argumentado contra todos los daños de las redes sociales y los teléfonos inteligentes, sino que también, o sobre todo, es una defensa de la conversación de toda la vida, la que se hace cara a cara, en la que el silencio tiene un papel, en la que se escucha al otro. Por supuesto que no siempre las conversaciones han sido así, claro, tampoco hay que inventarse pasados gloriosos en los que la gente leía a Kant en cada esquina y cada conversación era de calidad, pero el autor considera que la propia forma de la comunicación, que ha sucedido a las conversaciones y que se desarrolla ya siempre con una pantalla de por medio, es mucho menos propicia para un sano intercambio de ideas. Por ejemplo, en las conversaciones, cuenta el autor, el silencio tiene un papel. En la comunicación, como en las llamadas telefónicas, por ejemplo, cualquier mínimo silencio implica el miedo de que se haya cortado

También es evidente lo que afirma Le Breton sobre el insoportable ruido ambiente en los espacios públicos (gente sin auriculares, conversaciones ajenas que escuchamos a voz en grito…). En un tren no solemos escuchar las conversaciones de quien va sentado cerca, pero sí de quienes hablan por el móvil. Se grita más, se intenta enfatizar con la voz lo que en una conversación cara a cara se transmitiría de otra forma

Hay alguna que otra afirmación muy altisonante en el libro, que quizá se pase algo de frenada, como cuando leemos que ninguna dictadura ha conseguido prohibir las conversaciones, pero que Internet lo está logrando, o cuando, citando a  Byung-Chul Han, dice que “la prisión digital es transparente”. Pero, de nuevo, basta mirar alrededor y ver cómo tantas personas vuelcan sus vidas en las redes sociales para pensar que tal vez no exagera tanto. 

Pone un ejemplo muy revelador de una visita a las cataratas de Iguazú, en el lado brasileño, donde el autor veía a muchas personas hacerse selfies o incluso grabándose vídeos de espaldas a las cataratas, más interesadas en dar testimonio de que están allí que en contemplar realmente esa maravilla natural Además de lo absurdo que es de por sí algo así, eso implica estar a medias en ese lugar y en el de los amigos o familiares a los que se envía el vídeo, es decir, no estar del todo viviendo la experiencia, no estar del todo nunca en ningún sitio. Le Breton se pregunta, con acierto, qué podemos contar o rememorar ahora al volver de un viaje si ya lo contamos en directo por WhatsApp, Instagram o cualquier otra red social. No podemos decir que esa situación no nos resulte familiar. O dónde queda espacio para pensar sobre cualquier cuestión o noticia de actualidad, cuando ahora todo va a golpe de tuit y parece que hay que tener una opinión firme y cerrada sobre todo al instante. 

El autor, en fin, sabe bien que no va a cambiar el mundo con su libro ni va a detener la rueda de aceleración, polarización e hiperindividualismo en la que andamos metidos, pero se da el lujo de defender la conversación por el puro placer de charlar mirando a otro a la cara. Sin querer colgarlo al minuto en Instagram, sin tener un interés claro detrás, sin que haya necesariamente un porqué, sin seguir este ritmo frenético a ninguna parte que nos rodea. Y, en medio de esa vorágine y ese ruido, refugiarse en libros así reconforta mucho.  



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