La bestia

 

El cine nos sigue asombrando y sigue regalándonos experiencias únicas gracias a películas como La bestia. Ahora que creemos haberlo visto todo, que hemos visto tanto en una sala de cine, es muy de agradecer encontrarse con películas así de extrañas y sublimes, que rompen con todo, que mantienen al espectador hipnotizado frente a la pantalla. La cinta de Bertrand Bonello es tan delirante como genial, absolutamente desmedida en cada plano. Entré en la sala sin saber exactamente lo que me iba a encontrar y salí de ella más o menos con la misma sensación, pero rendido a los pies de la película. No es un filme sencillo de explicar ni, a ratos, de entender, pero como escuchamos en un momento de la propia película, no siempre hace falta entenderlo todo. 

Es una de esas películas en las que la sinopsis que uno pueda leer antes de ir al cine o incluso el tráiler sólo sugieren una mínima parte de lo que está por venir. La película es una distopía, pero no sólo. Es también cine de época, una historia de amor, una crítica despiadada a la sociedad actual, una mezcla de géneros desde el terror a la ciencia ficción… Es todo eso a la vez, todo junto, con una presencial visual apabullante, unas interpretaciones deslumbrantes y un atrevimiento formal y en el fondo de los temas abordados que fascina


La película, libremente inspirada en una novela de 1903, La bestia en la jungla, de Henry James, es impactante. Léa Seydoux y George Mackay, dos intérpretes jóvenes a quienes hemos visto ya en grandes papeles en los últimos años, dan aquí un salto de calidad. Superan con nota un reto interpretativo colosal que recorre distintos períodos históricos, situaciones, emociones y sentimientos. Están ambos fantásticos. 


La ciencia ficción ha servido siempre para reflexionar y alertar sobre los riesgos que la acción del ser humano puede causar en el futuro. Siempre ha sido su papel el de poner un espejo a la sociedad, imaginar futuros posibles indeseados. Esta vez la Inteligencia Artificial y sus posibles amenazas ocupan el centro de la trama de una película que nos lleva a salones de la alta sociedad parisina de hace siglos, al Estados Unidos actual y a un París distópico de un futuro en el que los sentimientos y las emociones humanas son vistas como una debilidad, un sesgo intolerable en la toma de decisiones


Soy consciente de que no es una película para todos los públicos, como me recuerdan de forma bien sonora los ronquidos de un espectador en la fila de delante cuando el filme sólo va por la mitad. No a todo el mundo le gustará, habrá a quien se le haga larga, también quien se desespere buscando explicaciones a cada secuencia, a cada línea de diálogo. A mí la película me cautivó. Me encantaron esos guiños a situaciones, objetos y diálogos repetidos a lo largo del filme, su capacidad de asombro incluir referencias de todo tipo sobre la sociedad actual y los riesgos de la figura sin que aquello resulte un batiburrillo sin sentido alguno. Hay alusiones a la violencia, a las desigualdades sociales, al individualismo galopante y atroz de nuestros días, a las drogas como evasión de la realidad, a las clínicas estéticas, a los incels que odian a las mujeres porque ninguna quiere tener relaciones sexuales con ellos… Todo mezclado, con saltos temporales, con escenas engañosas, con momentos en los que el espectador no sabe exactamente qué está viendo. Que de esta mezcla en la coctelera salga algo tan genial es verdaderamente admirable


No es que tuviera tiempo a pensar en nada más que en sentir y disfrutar de la película y su sugerente propuesta, pero sí temía a medida que avanzaba el filme que su final no estuviera a la altura de lo que estaba viendo. Tampoco habría tenido demasiada importancia, es cierto, porque lo visto hasta entonces ya derrochaba genialidad y talento. Pero es que además el final está a la altura de la grandeza de la película y de su reflexión inteligente sobre la defensa de las emociones humanas y los sentimientos, de todo eso que, al menos todavía, las máquinas, los algoritmos y las inteligencias artificiales no son capaces de tener, como mucho, sólo de intentar imitar burdamente. La bestia, en fin, es una película más maravillosamente extraña que he visto en mucho tiempo. Un filme que recuerda que, precisamente en tiempos de algoritmos e historias milimétricamente programadas, el cine creado por personas y con alma y sello propio sigue teniendo una fascinante capacidad de asombrar, remover y hacer reflexionar al espectador

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