Probablemente Cuenca es una de las ciudades españolas que más veces he visitado y, sin duda, uno de los lugares donde más feliz me siento, donde que más intensamente aprecio el valor de la palabra “familia”. He viajado muchas veces a Cuenca, sí, pero no había escrito hasta ahora de ella en el blog, un poco como nos pasa en ocasiones con las personas a las que queremos, pero no se lo decimos, o no tanto como merecen. Porque pensamos que no hace falta decirlo, porque lo damos por hecho. Es lo que ocurre también a menudo con nuestra propia ciudad, en la que vivimos, Madrid, en mi caso, que a veces nos cuesta mirarla con ojos de turista, o mejor, de viajero, dispuesto a dejarse sorprender, a disfrutar de cada rincón, a descubrirlo, como si nadie antes hubiera pasado por allí, como si nadie hubiera sentido lo que sentimos en ese lugar. Eso que hacemos cuando viajamos a una ciudad que no es la nuestra, en definitiva. Cuenca no es mi ciudad, pero la siento indudablemente como propia.
Este artículo iba tocando ya, pues. Llega con unos cuantos años de retraso, pero otra de las cosas buenas que tiene Cuenca para mí es que sé que siempre me recibirá con las puertas abiertas. No faltarán caras conocidas con las que saberme en casa al instante, familia con todas las letras que me haga disfrutar y consigan detener el tiempo. Escribo cuando el AVE que me lleva de vuelta a Madrid acaba de salir de la estación conquense, que debe su nombre al pintor abstracto Fernando Zóbel. Vuelvo, como siempre, feliz y lleno de recuerdos, en este caso, por una boda en la que he disfrutado de cada instante, celebrando la vida como hacía tiempo, viviendo momentos inolvidables. Vuelvo pensando que se me ha hecho corto, que necesitaría más días, que tengo que regresar a la ciudad con más tiempo. Vuelvo cargado de energía y vitalidad, consciente de que lo que importa de verdad en la vida son muy pocas cosas y de que una de ellas es la gente querida, es decir, la gente a la que quiero y que me quiere bien, mi gente, esas personas entregadas y generosas, con las que sé que puedo compartir los momentos buenos y los otros, los que siempre están ahí.
El motivo del viaje, naturalmente, era la maravillosa boda (gracias a Rocío y Miguel por un día tan espléndido y por una fiesta tan extraordinaria). Pero, de paso, pudimos pasear por Cuenca de noche, entre las dos hoces que marcan la orografía tan peculiar y bella de la ciudad, las del Júcar y las del Huécar. Fue un paseo nocturno sensacional en el que, no diré que descubriera Cuenca, porque bien descubierta está ya, pero en el que sí la vi de una forma distinta a las anteriores. Fue una especie de deslumbramiento, un embrujo. Vi la ciudad con otra belleza, con otra grandiosidad. Y fue entonces cuando pensé que nunca había escrito aquí de Cuenca, aunque he visto pocos escenarios naturales tan impresionantes como este, aunque se cuentan con los dedos de una mano las ciudades españolas (y no españolas) que pueden compararse en belleza con la ciudad conquense.
La ciudad de las hoces, de la Semana Santa, del arte contemporáneo. La ciudad que mezcla tradición y vanguardia con la misma armonía con la que convivieron en sus calles las culturas cristiana, musulmana y judía. La ciudad de las incontables iglesias y las numerosas galerías de arte. La ciudad de la Torre de Mangana, que conserva vestigios de otros tiempos. Cuenca, la ciudad española con una catedral gótica, con aire francés, tan rara avis, tan poco frecuente en nuestro país esa bendita extravagancia, esa maravillosa rareza. La ciudad, todo hay que decirlo, del morteruelo y del resolí, la que todo lo celebra en torno a una mesa, porque también la gastronomía está a la altura, como no podía ser de otro modo. La ciudad que cuida y respeta su pasado sin perder de vista el presente y el futuro.
Cuenca, la cuna de artistas, porque semejante belleza natural sólo puede inspirar arte. La ciudad de las casas colgadas, ese prodigio arquitectónico, ese desafío a la ley de la gravedad. La ciudad del puente del San Pablo, no apto para personas con vértigo. La ciudad que permite sentirse viajando atrás en el tiempo, paseando por su caso histórico. La ciudad de ese paseo nocturno que nunca olvidaré, porque fue la noche en la que la vi definitivamente con esa fascinación que merece Cuenca, con esa rendición incondicional, con ese enamoramiento que causan las ciudades hermosas, las incomparables, esas cuya belleza mejoran el mundo. Cuenca está entre ellas e, insisto, no descubro nada a nadie, pero tenía que contarlo. Hoy y siempre. Cuenca, además de todo eso y mucho más, es la ciudad en la que siempre estoy en casa y en familia, donde la vida es más vida, gana en intensidad y en belleza, donde nada tiene importancia más que disfrutar del momento, que siempre es demasiado fugaz. ¡Hasta la próxima!
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