La ultraderecha entra en España por Andalucía

Nos creíamos inmunes. Contemplábamos con una mezcla de asombro y cierto orgullo como el vendaval de extrema derecha que lleva años congelando Europa y pintándola de blanco y negro pasaba de puntillas por España. No arraigaban aquí discursos antiinmigración, es decir, racistas. No calaban los mensajes del odio al diferente, del patrioterismo trasnochado, del nacionalpopulismo que invadía otros países de nuestro alrededor. Trump, en la Casa Blanca, con un mensaje abiertamente machista y xenófobo. El Brexit en el Reino Unido, propiciado por un voto contra los inmigrantes, contra los de fuera, contra el diferente. Partidos de extrema derecha en muchos países europeos, incluidos aquellos que más sufrieron por estas ideas en el pasado, como Alemania. Y nosotros, inmunes, libres de la ultraderecha. O eso queríamos pensar. Hasta ayer. Vox entró con fuerza en el Parlamento andaluz, con 12 escaños, un resultado histórico para la extrema derecha en España, una gigantesca luz de alerta. 


Vox ha centrado su discurso en dos ejes: el odio al inmigrante, sacando partido de los más bajos instintos, de esa actitud de provocar en el que tiene poco que odie al que tiene todavía menos, el que viene de fuera a ganarse la vida, en vez de mirar hacia arriba en busca de las causas de la desigualdad que sufre; y el nacionalismo español, alimentándose del independentismo catalán. Alguna vez hemos dicho aquí que lo único verdaderamente imperdonable del auge del independentismo catalán es que haya despertado a la bestia de la extrema derecha y del ultranacionalismo español más rancio. Aquí está, en todo su esplendor. Hay muchos factores que explican la entrada en el Parlamento andaluz de la extrema derecha, por supuesto. Igual que ha ocurrido en otros países de Europa, hay votantes humildes y tradicionalmente partidarios de la izquierda que se ha echado en brazos de la ultraderecha. 

Es el racismo, claro. En una reciente entrevista con ABC, Santiago Abascal, presidente de Vox, dice que en política europea admira a Isabel la Católica (?) y también que "debemos hacer un reconocimiento a Viktor Orban, que ejerce el liderazgo de una nueva Europa, asentada en la soberanía de sus naciones, en la identidad cristiana de Europa y en la oposición a la inmigración masiva". Más claro, agua. Quien quiera entender, que entienda. Es un discurso contrario a la inmigración, de odio al diferente. Ra-cis-mo. Es el trumpismo traído a España. Es la propuesta de construir un muro de hormigón en la frontera de Ceuta y Melilla. Es la inhumanidad de presentar como rivales y peligrosos enemigos a seres humanos inocentes que escapan de la guerra y del hambre. Es mirar hacia otro lado ante la realidad de que el Mediterráneo acoge en su fondo miles de cadáveres de personas muertas de indiferencia y odio. Es un discurso repugnante. Es el discurso en el que más se ha apoyado Vox en esta campaña. 

Pero hay más. Vox también ha agitado la bandera patria, claro. Demasiadas personas durante demasiado tiempo han propiciado la confrontación con Cataluña, los bajos instintos, las identidades excluyentes, la tensión permanente. Allí, claro, pero también en el resto de España. El discurso identitario de los independentistas catalanes no difiera absolutamente en nada del discurso identitario del nacionalismo español, encarnado por Vox. El "America First" de Trump es exactamente lo mismo que el "España, lo primero que Vox", sólo que aquí tiene algo más de caspa. 

El candidato de Vox en Andalucía, Francisco Serrano, llama "hembrismo" y "yihadismo de género" al feminismo, ya se sabe, esa radical idea que defiende que las mujeres sean tratadas como seres humanos. Es de esas personas que se dicen políticamente incorrectas (cuánto me acordé anoche de los adalides de la incorrección política). Vox quiere eliminar la ley contra la violencia machista. Condenado por prevaricación en 2011, Serrano abandera el coqueteo con el machismo de esta formación política. Por supuesto, también quiere eliminar la ley del aborto. Porque la irrupción de Vox va de la mano del racismo, por supuesto, y del nacionalismo español, sin duda, pero también se ese discurso que dice que el feminismo se está pasando, que qué más quieren las mujeres, que se calmen un poco estas histéricas. Es ese discurso al que tanta voz se da en determinados medios. Son los perdedores de la globalización, en parte, y los perdedores del Me Too, los que se ven amenazados por ello. Son los demagogos que fomentan el odio al diferente. 

Vox no sólo quitaría derechos a las mujeres, adoptaría una política contraria a la inmigración como su admirado Orban e ilegalizaría a los partidos que no le gustan en Cataluña. Además, eliminaría la ley del matrimonio homosexual y la cambiaría por una ley de uniones civiles, porque "el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer". Sí, amigos. Volvemos atrás en el tiempo. Ahí sigue encasquillado Vox. La falta de coherencia de este partido no le ha pasado factura, porque ha atraído a votantes descontentos que han visto que no hay mejor alternativa que echarse en brazos de la extrema derecha. Abascal tuvo cargos oficiales con el PP durante 13 años, pero ahora va contra el sistema y los partidos tradicionales. Vox quiere eliminar las Comunidades Autónomas, pero se presenta a las elecciones autonómicas. 

Los demócratas deberían preguntarse por qué ha irrumpido así la ultraderecha en España. Y todos deberían hacer autocrítica desde sus posiciones. No es fácil combatir a esta clase de partidos, porque si se habla de ellos, se les da publicidad; pero si no, se presentan como víctimas del malvado y perverso sistema. En otros países tienen claro cómo combatir la extrema derecha, como en Francia, donde todos los partidos tienen un pacto tácito que les impide apoyar bajo ningún concepto al Frente Nacional. Ahí sigue esa formación radical de ultraderecha, sí. Pero, al menos, de momento no ha llegado al gobierno. En España es dudoso que los partidos hagan esos cálculos. El PSOE lleva más de tres décadas gobernando Andalucía y, sin duda, debe hacérselo mirar, porque gran parte del descontento que ha llevado a 400.000 andaluces a votar a Vox viene de su labor de gobierno. Ahora, el PSOE debería estar dispuesto a apoyar a cualquier candidato a presidente antes que permitir que se forme un gobierno respaldado y condicionado por Vox. Y lo mismo cabe decir de PP, Ciudadanos y Adelante Andalucía. Cualquiera menos la extrema derecha. Esa es la máxima que ha guiado la política francesa de los últimos años ante la irrupción del Frente Nacional. No sé si funciona o no, pero la alternativa es normalizar a un partido extremista, en los márgenes de la democracia. 

La autocrítica debe hacer a los políticos de todos los partidos preguntarse por qué le han hecho la campaña gratuita a Vox, metiéndolo en la campaña, haciendo que casi todo girara en torno a ellos. Susana Díaz habló de Vox en un debate y lo intentó utilizar como estrategia electoral ante el PP y Ciudadanos. Ya vemos el resultado. Y, por supuesto, la carrera por el voto nacionalista español (esa "España de los balcones") de PP y Ciudadanos, también ha dado alas a Vox. Para españolistas, ellos, oiga. La presencia de partidos de extrema derecha es tóxica por muchos motivos. Pero uno de ellos es que llevará a los otros partidos de derecha a escorarse un poco más hacia ese lado, no vaya a ser que pierdan apoyos ante quienes les llaman "derechita cobarde", esos machos alfa tan viriles que no por casualidad hablan de "reconquista" casi en cada frase que pronuncian. Los medios de comunicación, por supuesto, también deberían reflexionar sobre su papel ante la irrupción de Vox. Hoy hay demasiados artículos blanqueando la extrema derecha de Vox. Y quienes han alimentando el odio y la confrontación, agitando banderas, apelando a instintos bajos, también deberían reflexionar. La extrema derecha, esa contra la que nos creíamos inmunes, ya está aquí. 

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