Baila, baila, baila

Hace unos meses leí fascinado La caza del carnero salvaje, de Haruki Murakami. Era la primera que caía en mis manos una obra del autor japonés, eterno candidato al Nobel. Y decidí, claro, que no podía ser la última. Como Baila, baila, baila es una secuela de aquella obra, era la forma más lógica de seguir disfrutando del escritor nipón. Es cierto que esta novela, publicada en 1988 y que llegó a España en 2012, se puede disfrutar sin haber leído antes La caza del carnero salvaje, pero es más gozosa su lectura tras haber transitado por el Hotel Delfín de Sapporo y tras haber conocido al narrador de ambas obras, sin nombre y sin rumbo claro en su vida. 

Comparte esta obra con la anterior el talento del autor japonés, su capacidad de combinar lo fantástico con lo real, su excelencia para reflejar el aturdimiento, la confusión, el asombro y la sorpresa del protagonista en distintos pasajes de la obra. Creo que no es tan brillante como La caza del carnero salvaje, pero puede que sólo sea porque entonces descubría a Murakami, su mundo deslumbrado, sus metáforas incendiarias, su estilo rompedor, y esta vez, aunque también atrapa, ya no resulta algo tan novedoso o sorprendente. En todo caso, es una lectura agradable, con ese encanto de la buena literatura, de la pura ficción, donde imaginación y realidad, hechos y sueños, fantasía y vida cotidiana, juegan al escondite. 



"Imagino que sería un sueño. Si no lo fue, fue un acto parecido a soñar. ¿Qué narices será 'un acto parecido a soñar'? No lo sé. Pero al parecer existe. Como muchas cosas innombrables que hay en los confines de la conciencia", leemos en una parte del libro. Se aplica a un sueño, o a algo muy parecido a un sueño, del protagonista, pero se puede describir así la obra entera. Porque es el juego entre los dos mundos, el real y el fantástico, que a veces parece más real que la realidad misma, lo que sostiene y conduce esta novela. Comienza el libro con el protagonista de La caza del carnero salvaje. Ya no es publicista, sino periodista freelance de todo tipo de publicaciones. No está especialmente satisfecho con su trabajo, como define como "quitanieves cultural". Escribe sólo por encargo y de temas que no le motivan. Al igual que quitar la nieve, alguien tiene que hacerlo. Sin más. 

Conserva el narrador el derrotismo, el escepticismo y la cierta torpeza de la obra anterior. Sigue confuso. El pasado, lo vivido en el Hotel Delfín, le remueve. Y necesita volver a Sapporo, para poner orden en su vida, para reconciliarse con el pasado. Y entonces empieza a conocer a gente. Gente extraña, claro. Muy extraña. Yuki, una adolescente con la que inicia una peculiar amistad y que jugará un papel clave en su vida. Ame, su madre, una fotógrafa que antepone su trabajo al cuidado de su hija, hasta el punto de que la abandona en un hotel sin percatarse de ello hasta días después. Gotanda, un actor que fue compañero de instituto del protagonista, que sólo quiere vivir una vida normal, alejada de los focos y las excentricidades. El padre de Yuki, un escritor con un nombre muy similar al del autor del libro. 

Con toques de humor, avanza la historia. El protagonista se siente desconectado del mundo y termina confundiendo realidad con ficción. Es una novela muy cinematográfica y muy musical, con muchos guiños a la cultura popular. Cinematográfica porque se describen algunos pasajes del libro como el guión de escenas de cine, y porque hay un filme que entra en ese juego de espejos entre lo que es real y lo que no, o lo aparente, o sólo lo parece. Y es musical porque Murakami introduce innumerables temas de rock, los que escucha el personaje principal. Hay toda una banda sonora del libro. 

Igual que Borges, con quien el autor japonés guarda innegables similitudes, escribía del tango, Murakami lo hace del rock. Y, por cierto, con una lucidez enorme cuando escribe "mientras conducía intenté recordar la bazofia que sonaba en la radio durante mi adolescencia. Nancy Sinatra... Pues sí, también era una mierda. Y The Monkees eran horribles. Incluso Elvis cantaba bastantes temas inmundos (...) Nada ha cambiado, me decía. Las cosas son siempre, siempre, siempre las mismas. Cambia el año, y unos grupos sustituyen a otros. En todas las épocas ha existido esa absurda música de usar y tirar, y seguirá existiendo en el futuro. Igual que los cambios en la marea provocados por la Luna". 

Se suceden los acontecimientos en la novela, aunque la trama casi es lo de menos. Lo de más es ese extrañamiento, esa confusión, esa falta de certezas. La incomunicación del protagonista, su desapego con el mundo real. Su necesidad de hacer una "reinserción social", de volver a conectarse la mundo. Y el camino que debe recorrer para ello, con sueños, o algo que se le parece, con realidades y fantasías. El autor describe hasta el más mínimo detalle de la realidad (cómo visten los personajes, qué comen, qué ingredientes añaden a las recetas que cocinan), precisamente, para hacer un contraste aún mayor con ese otro mundo irreal. Uno acaba la obra, como también leemos en un momento del libro, pensando que "era más real que la propia realidad. La realidad aún no había recobrado suficiente realismo". Por eso, empiezo a leer Tokio Blues, para seguir en el mundo de Murakami un rato más, para seguir bailando como si nadie mirara. Continuará. 

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