Spotlight

Hay una escena en Spotlight en la que el editor del Boston Globe tacha una palabra en el boceto de la noticia que removería los cimientos de la Iglesia católica. "Otro adjetivo", dice para justificar el tachón. Es una de las sutiles y permanentes lecciones de periodismo de una película que toma por nombre el equipo de investigación del citado periódico estadounidense. Y la brillante cinta adquiere también esa cualidad. Sin adjetivos. Casi documental. Habrá quien crea incluso que es algo impersonal. Se propone la película, y consigue con crecer, levantar fiel acta de un trabajo periodístico que marcó un antes y un después en la historia de la iglesia en EEUU. Sin escarbar en las historias personales de los periodistas y sin cargar las tintas en exceso en el trauma de los más víctimas. Es un imponente retrato impecable, equilibrado y preciso sin necesidad de subrayar la gravedad de unos hechos brutales que se presentan de forma descarnada, lo cual es un acierto. Sin adornos ni florituras, sólo hechos. Como el buen periodismo. Hechos bien contados

El filme, nominado a seis premios Oscar (para quien esto pueda significar algo, uno todavía sangra por la herida del agravio a Boyhood del año pasado) es una versión actual de la legendaria Todos los hombres del presidente. Está a su altura, lo cual es mucho. En Spotlight se plasma en pantalla de una forma de ejercer el oficio del periodismo (la mejor, tal vez la única que de verdad vale la pena) en vías de extinción. Al comienzo de la cinta se explica que está basada en hechos reales. Y se agradece la aclaración. Directores de medios que apoyan informaciones comprometidas y sensibles de sus redactores. Periodistas con un margen de meses para perseguir una noticia y elaborar un reportaje contrastado, con todos los puntos de vista, bien trabajado, sin prisas ni presiones de ningún tipo. Responsables de medios que anteponen el interés de los lectores y la vocación de dar noticias que marquen la agenda a los intereses comerciales. Valentía. Dedicación. Protección al redactor. Sí, esto que vemos en la pantalla ocurrió en la realidad en los comienzos del siglo XXI, aunque ahora doblen las campanas por este periodismo de investigación, moribundo tras la crisis y la creciente falta de dependencia de los grandes medios. 

Si algún error hay que buscar a la cinta, este sería que a veces cae en el manido estereotipo de periodista excéntrico que vive por y para el trabajo. Mark Ruffalo está más bien sobreactuado en su papel de periodista pasiones, muy intenso, nervioso, que va a carreras a todas partes, impulsivo. Es la parte menos lograda de la historia. Pero es una cinta brillante. Un trhiller periodístico de primer orden. Una trepidante investigación. El espectador entra en la redacción del Boston Globe en 2001, cuando la llegada de un nuevo editor provoca la búsqueda de lo que esconden los casos de abusos sexuales a menores en parroquias de la Iglesia católica y la posible complicidad con los pederastas del cardenal e la ciudad. Ya escribió Cervantes en el Quijote aquello de con la Iglesia hemos topado. Y, en efecto, lo que sigue es la casi heroica labor de investigación de un grupo de periodistas que, con el apoyo de sus jefes, hurga en la herida y mete las narices en una institución intocable en esa ciudad (y en tantas otras), la Iglesia. 

Quizá por deformación profesional, uno valora de la cinta, sobre todo, lo que tiene de retrato de un periodismo auténtico. Contar lo que otros no quieren que se sepa, lo demás son relaciones públicas,  dijo Orwell. Y, aunque abunde ahora mucho más lo segundo, o precisamente por ello, para quien cree en el periodismo este tipo de cintas, basada además en hechos reales, es una joya, aunque lleve camino de convertirse en un resto arqueológico. Pero no es sólo el componente periodístico muy marcado del filme lo que hace Spotlight una cinta notable. También la propia trama que destapa. Es impactante cómo se desentraña la red de complicidades y silencios para proteger a los sacerdotes pederastas. El mirar para otro lado para tapar las vergüenzas. La estupefacción que provoca que tanta gente prefiriera no ver, no hurgar en la herida, no incomodar a la Iglesia por cuatro manzanas podridas. El desgarro de quien pierde la fe por haber sufrido una experiencia tan traumática. El daño a tanta buena gente en la Iglesia, que no merece ver manchado su nombre. La protección odiosa que se da a quienes son capaces de abusar de niños. El hundimiento de las víctimas. 

Es una constante del filme el nauseabundo y tóxico poder de la iglesia en Boston. Muchas de las escenas en exteriores de la película muestran, cuando se abre plano, una iglesia, como presencia opresora de las víctimas de abusos y temible rival de los periodistas. Un detalle permanente en la historia, que no subraya más de lo debido, que es una cinta, como decíamos, sin adjetivos. Pulcra. Impecable. Sin excesos ni concesiones melodramáticas. Una potente historia bien contada. Nada más. Y nada menos. Queda también de manifiesto la indecente relación entre el periodismo y las fuentes, sobre todo las poderosas. Es pasmosa, por ejemplo, la costumbre en Boston de que el nuevo editor del medio se reúna con el cardenal. "Nos irá bien colaborando entre todas las instituciones de la ciudad", le dice al editor del Boston Globe. "Gracias, pero yo creo que los periódicos deben ir por libre".  Y este diálogo encierra uno de los males de la prensa. Confundirse. Creerse una institución. Convertirse en parte del sistema al que, por definición, debe vigilar. Nos suena a todos, ¿verdad?

No puedo acabar sin resaltar la extraordinaria interpretación de Michael Keaton, a quien le va como un guante el papel de responsable de Spotlight, que es el nombre del equipo de investigación del Boston Globe. Es otro de los puntos fuertes de una película que es un contundente alegato del buen periodismo y el impactante retrato de una repugnante historia real. Demasiado real y demasiado cercana como para no doler e indignar. Una cinta impactante. Una gran película. 

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